El igualitarismo tecnológico alcanzado por la sociedad posmoderna ha tejido un sinfín de redes de comunicación planetaria en tiempo real que ha facilitado y extendido como nunca antes en la historia unas influencias recíprocas que nos han llenado de pertenencias comunes a religiones, ideales, gustos y sensibilidades. Ha metido el mundo en una pantalla de 4 pulgadas y nos ha permitido establecer contacto o  trabar amistad con personas que viven a miles de kilómetros de nosotros sin necesidad de conocernos presencialmente.

Una de las consecuencias que podemos extraer de esto es que nunca hemos podido compartir nuestros pensamientos, cuitas y emociones con tantas personas como ahora, ni con tanta rapidez; que nunca antes nos habíamos parecido tanto unos a otros. Este igualitarismo tecnológico se ha convertido también en igualitarismo cultural y, sin embargo, seguimos teniendo esa humana necesidad de construir y afirmar nuestra identidad.

La identidad individual es el resultado del proceso de forjado del individuo, un conjunto de experiencias familiares, vitales, afectos y desafectos, virtudes, carencias e imperfecciones conformados de forma exclusiva en cada uno de nosotros por el azar, la voluntad, las múltiples influencias o el medio en el que nos desenvolvemos. Una huella indeleble que nos define como únicos ante los demás, plagada de pertenencias, de lugares comunes, con innumerables conexiones y afinidades que nos acercan a personas o a grupos sociales, políticos o deportivos con los que nos identificamos. Uno puede haber nacido en cualquiera de las grandes ciudades españolas y compartirá con algunos de sus paisanos la lengua, la religión, las costumbres locales o el equipo de fútbol. Con otros compartirá ideales éticos, compromiso político, profesión, gusto musical o la afición a los toros. Se sentirá depositario de la herencia vital de sus padres y abuelos, donde se crearon las primeras pertenencias y afinidades.

Podemos compartir muchos de nuestros rasgos distintivos y pertenencias con muchas personas, pero es absolutamente imposible compartirlas todas, ni tan siquiera con nuestros padres o hijos. Todo este conglomerado conforma la unidad indivisible y exclusiva de lo que somos y del concepto que tenemos de nosotros mismos, nuestra identidad.

La teoría de la identidad social de Henry Tajfel afirma que la pertenencia a ciertos grupos sociales influye y aporta elementos constitutivos en la creación de la identidad individual. Kenneth Gergen va más allá y plantea que nos encontramos ante la disolución del yo.

«El mundo posmoderno se caracterizaría por la pérdida de la esencia individual, la cual se debe en gran medida a la Saturación Social, proceso en el cual se despoja al individuo de su identidad propia». Son tantas las voces que escuchamos, las perspectivas tan diferentes que, inevitablemente, esa esencia individual se tambalea, cae y se reemplaza.

Este proceso de reemplazo se convierte en objetivo de la ingeniería social y el posmodernismo en su afán homogeneizador mediante la extrapolación, que va de lo individual a lo colectivo, inflamando una sola de estas pertenencias comunes para inocular en ella el virus de la totalidad y así completar con éxito el proceso de creación de la artificial identidad colectiva.

Las identidades colectivas no se hallan en el plano de los hechos, sino en el de la ideología y este aserto ocupa buena parte del pensamiento antropológico actual, lo que denominan «el paradigma identitario».

Son creaciones políticas de control social y de integración estatal (habría que señalar que si la característica fundamental de una colectividad fuese la identidad, implicaría que se está negando la diversidad interna de esa colectividad) tendentes a exacerbar los sentimientos de pertenencia a determinados grupos ideológicos, cuya característica común es la uniformidad en el pensamiento y la exclusión de los otros. De este modo, la identidad individual deviene colectiva y se convierte en doctrina política.

El movimiento identitario surge con fuerza en Francia, en la década de 1960, en el seno de movimientos estudiantiles de extrema derecha, a la sombra de la nouvelle droite. Siendo en su génesis racista y xenófobo, hoy ha maquillado su rostro abominable y ha diversificado sus objetivos: de la identidad de género, etnia o clase social, a las identidades nacionalistas excluyentes (la Europa de las 100 banderas).

Estos grupos de corte fascista han dulcificado su mensaje y éste ha sido comprado también por las falsas izquierdas de los regímenes de partidos estatales que, conociendo previamente los beneficios de la fragmentación social, han creado artificiosamente las más varias identidades colectivas —ideológicas, sociales o de pertenencia al  campanario del nacionalismo periférico— con el fin de ampliar su cuota en el reparto del poder y las prebendas que reciben del Estado, mediante el sistema electoral proporcional.

Las identidades colectivas han llegado a ser identidades asesinas, como nos sugiere Amin Maalouf. El identitarismo es etnocéntrico y particularista, y más estatalista que nacionalista. Al considerar su particularidad como totalidad elimina la condición de ciudadano —al que convierte en mero portador de un árbol genealógico— y disuelve la libertad política y el principio de representación en su idolatría de una mítica pureza racial o cultural.

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