Étienne de la Boétie (1530-1563).

Étienne de La Boétie no era más que un muchacho cuando escribió su Discurso de la servidumbre voluntaria. Y lejos de ser una tara o un obstáculo, esa juventud, esa vitalidad e incluso una cierta ingenuidad son lo que le presta fuerza a su relato, igual de veraz y certero ahora que hace quinientos años. No deja de admirarme la mezcla de candidez y valentía que rezuman sus palabras, como si habiendo abierto los ojos por primera vez se asombrase profunda y genuinamente ante el estado de las cosas.

Personalmente gusto de releer el Discurso de la servidumbre voluntaria alguna que otra vez, pues lo encuentro ameno y revitalizador. Sin contarnos nada nuevo, parece que nos redescubre la realidad con mirada sincera y auténtica.

El tema tratado por La Boétie, la libertad, no era nuevo, ni muchísimo menos, cuando su ensayo vio la luz en la segunda mitad del siglo XVI. Muchos discursos de autores antiguos versan sobre lo mismo, aunque a mi entender pocos poseen su agudeza y su franqueza. Maquiavelo con su ensayo El Príncipe (mucho más extenso, eso sí) sigue la misma línea de argumentación, aunque desde otro enfoque, el de la dominación. Y Girolamo Vida, en su Dialogi de rei publicae dignitate (Diálogo de la dignidad de la república) al preguntarse por el propósito de las leyes, nos dice que sirven «para constituir la servidumbre, que los sabios califican de peor que la muerte; para obligarnos a vivir bajo el dominio ajeno».

Y aun así el amigo Étienne nos habla de forma más directa y más eficaz. Su figura del tirano, por ejemplo, de cómo se crea y de lo que representa, es eterna e intemporal. Se puede aplicar desde Calígula a los partidos actuales. Así con el abuso que hacen del poder, consecuencia directa de la propia adquisición de ese poder, y más todavía cuando en la cumbre de su esplendor se encuentran con que nada deben, ni a nadie. Falacia ésta, pues deben todo y a todos. En nuestra sociedad actual, por ejemplo, donde nuestros «tiranos» han sido elegidos de manera demo(partido)crática, al poco de establecerse en su trono-escaño olvidan incluso los pocos escrúpulos con los que comenzaron su andadura. Y no les importa mancharse con sangre las manos, porque siempre será de manera ajena e indirecta. Nunca desconectarán el respirador del enfermo terminal, claro que no. Pero no les importará permitir que el precio de la luz alcance cotas extraordinarias, impidiendo así que esos enfermos se puedan permitir el precio del respirador. Y eso ya se les escapa.

Llegan a un punto en el que se creen que son especiales, diferentes a los demás, que no se deben a nadie. Las personas que ocupan puestos políticos nunca podrán ser hombres y mujeres íntegros por la propia naturaleza del juego político que vivimos, que de política sólo conserva el nombre. Y así buscan tan sólo medrar y enriquecerse a costa de quienes les encumbraron. Eso es culpa nuestra.

Dice de La boétie que la primera razón por la cual las personas sirven de buen grado es porque nacen siervos y son educados como tales. Yo discrepo; creo que todos nacemos libres, pero somos educados por la generación anterior, que aprendió a agachar la cabeza y someterse y nos inculca esa servidumbre ya desde muy temprana edad.

Ningún otro ser vivo aparte del ser humano necesita que le recuerden, o le enseñen, a ser. No a ser de una manera u otra sino simplemente a ser, a existir. No hay libros de autoayuda para jabalíes; no encontramos en las librerías un Los abedules son de Venus, los abetos son de Marte. Y eso es porque no lo necesitan. Viven como tienen que hacerlo, siempre libres aun en cautividad. Porque respetan su esencia y su naturaleza («Mirad a los lirios del campo, ni se afanan ni hilan…»).

Y en cambio nosotros, especie superior, dominando la creación, el culmen de la escala evolutiva (¡ay! qué risa)… ¿cómo nos vemos? Luchando contra nosotros mismos, contra nuestros instintos. No nos dejamos simplemente ser. Tenemos siempre que ser algo, parecer algo, convertirnos en mejores a costa de otros en base a unos valores muchas veces inventados e imposibles. Porque si nos dejásemos llevar, si nos dejasen dejarnos llevar por nuestro auténtico yo, estoy segura de que las cosas serían bien diferentes. La sumisión colectiva que nos asfixia no sería tan densa. Por supuesto, vivimos en sociedad. Somos seres gregarios por naturaleza. No estoy con Nietzsche en esto ni mucho menos. Pero considero que sería posible vivir bajo unas normas ecuánimes, justas y válidas para todos. Tendríamos la posibilidad de la elección, y por tanto del cambio.

Evidentemente la selección natural entra en juego, y no todos somos líderes, aunque los necesitemos. Ni falta que hace. Pero, claro, precisamente la tiranía no consiste en esto. Y nos encontramos rindiendo pleitesía a infraseres carentes de dignidad, de compasión, de justicia. Hemos llegado a un punto en el que las leyes no sirven para protegernos, sino para protegerles a ellos (los que con tanta prodigalidad las confeccionan) de nosotros. Y eso es un error. Y con nuestro sometimiento lo único que conseguimos es hacerles más fuertes. E inconscientemente seguimos hundiéndoles la cabeza a nuestros hijos cada vez que, de forma natural, la quieren levantar. Y con nuestra pasividad y desidia premiamos a los que deberían ser castigados. Aguantamos a nivel colectivo lo que no toleraríamos de manera individual.

No sé muy bien a dónde quiero ir a parar con esta perorata. Tal vez mi discurso suene deslavazado. Quizás sea porque mientras escribo esto no pienso, sino siento. Sólo sé que mi espíritu se sacude las cadenas cada vez que leo a Étienne de La Boétie.

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