Hasta ahora la llamada Transición Española había sido presentada por sus apologetas como el proceso ejemplar de paso de una dictadura a una democracia gracias a la milagrosa conjunción de una voluntad suicida de los prohombres del franquismo, un ejercicio de “realismo” por parte de los líderes de la oposición y una conducta intachable del pueblo español, que supo enterrar viejas rencillas y odios seculares en un esfuerzo colectivo por hacer de España un “proyecto sugestivo de vida en común”, como diría Ortega y Gasset. Un oído malicioso podría atribuir, en este contexto, a la palabra “realismo”, un significado político de defensa de la monarquía, y aunque no se desviase un milímetro de lo entonces acontecido, indudablemente con “realismo” se pretende decir otra cosa, mucho más confusa y de significado equívoco: una hábil mezcla de posibilismo y oportunismo. Posibilismo entendido como la tendencia a aprovechar lo existente para ponerlo al servicio de los fines propios, renunciando a optar por medios que, por impotencia propia o por impedimentos ajenos, resultan inviables. Tal posibilismo es primo hermano del oportunismo, entendido éste como predisposición favorable al aparcamiento de principios fundamentales para el logro de otros fines de pretendido orden superior. El oportunismo desmiente, por tanto, el carácter fundamental de los principios postergados. El “realismo” aquí aludido convierte en realidad objetiva, del todo ajena a la influencia de los agentes implicados, relaciones de poder que no se cuestionan en aras del oportunismo.   Tal chapuza conceptual, como toda propaganda, es de fundamentación inevitablemente torpe. Pero Gregorio Peces-Barba ha tenido a bien completarla con un nuevo elemento que faltaba en el cuadro armónico de aquellos acontecimientos: la Transición, dice en EL PAÍS el 12 de noviembre, hizo que la política en España recuperase una impronta mucho más “racional y razonable” después del “impresentable irracionalismo político del franquismo”. Si entendemos “racional” en el sentido weberiano del término, es decir, aquella cualidad por la que se produce una adecuada relación entre los medios practicados y los fines perseguidos, la dictadura de Franco puede sin duda presumir de tal característica. Pero, en lo que respecta a la Transición Española, el problema necesita de una previa delimitación conceptual en la cual la propaganda no puede detenerse, so pena de desmontar todo el armazón que la sustenta: se trata de definir, si es posible, los fines perseguidos por quienes tomaron parte en aquel proceso, y, más aun, explicar lo que, en términos comprensibles, no puede ser explicado: cómo pudo producirse la comunión de fines entre quienes, hasta hace bien poco, eran enemigos políticos. Si el fin perseguido coincide con lo finalmente logrado, la Transición ha sido un éxito rotundo. Si lo sucedido se aparta de lo pretendido, la Transición ha sido un fracaso.   Lo pretendido está tan necesitado de explicación que cualquier relato de los hechos que no se detenga en ello es inconsistente. Y es difícil saber la pluralidad de pretensiones que pudieron animar a quienes tomaron parte en el proceso, por lo que tampoco es posible hablar unívocamente de éxito o fracaso; estos dependen, a su vez, del sistema de valores en el cual cobran sentido. En cualquier caso, sobra la impresentable moralina sentimental que deposita en las buenas intenciones de los agentes los fundamentos para la absolución histórica de aquel proceso. Las intenciones propias entran, en imprevisible combinación, con las intenciones ajenas, y arrojan un resultado que no siempre es controlable o previsible para los implicados. Si Peces-Barba tuviera la elegancia de prescindir de los nombres propios y describir los hechos crudos y desnudos a la luz de las consecuencias que él mismo no se recata en enumerar, sería factible, al menos, un entendimiento con quien, como él, tuvo participación en aquellos hechos, como miembro de la clase política. Pero no puede hacerlo porque, precisamente, su condición de sujeto implicado lo incapacita para ello. No puede dejar de ver en el cuestionamiento de la Transición una afrenta personal por parte de quienes no están dispuestos a entender aquel magno esfuerzo de los padres de la patria a los cuales ahora tendríamos que estar agradecidos. La mera descripción de las instituciones que “nos hemos dado”, como reza la consabida propaganda, al correr el riesgo de dejar en evidencia las graves carencias de este sistema presuntamente democrático, es ya de por si un insulto para los encargados de conducir aquel cambio. El “realismo”, entendido como descripción fiel de la realidad, sucumbe al sentimentalismo, en el cual las intenciones ocupan fraudulentamente el lugar de los hechos.

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