A fuerza de aunar en un mismo concepto matices tan dispares en contextos tan diversos, la ‘democracia’ ha acabado por no significar ni más ni menos que lo que sus defensores quieran que signifique. Conspicuo representante de tal confusión es D. Gregorio Peces Barba, que en una oda difusa, inaprensible para la más cabal voluntad de entendimiento, publicada en EL PAÍS el 25 de marzo (“El valor de la política democrática”), atribuye a la democracia la “cultura laica que expresa el espíritu de la modernidad y que supone filosofías mundanas, idea de progreso, respeto al conocimiento racional, al saber y a la difusión de las luces humanas frente a la fe, pluralismo y tolerancia, rechazo del adoctrinamiento y de la servidumbre, defensa del disenso, valor de la conciencia (¿?), espíritu crítico, alejamiento de la violencia, defensa de la paz e impulso de la inteligencia creadora”.   Ciertamente, es difícil saber si todas esas virtudes son causa, consecuencia de la democracia, o condición necesaria de la misma; no menos difícil que determinar el significado de vaguedades tales como “el espíritu de la modernidad”, como si tal concepto fuese unívoco, como si la modernidad no fuese, precisamente, la condición sine qua non, el suelo necesario sobre el que pudo perpetrarse un crimen como el exterminio judío: Hannah Arendt tiene páginas lúcidas al respecto. Y no menos misteriosa es una noción como “el valor de la conciencia”; difícil es igualmente saber el significado de “la defensa de la paz”, pues fuera de un contexto concreto en el que tal defensa se sustancie, el concepto en cuestión no es más que vacua retórica de homilía dominical.   Pero, con tal magma de atributos que terminan por cristalizar en un concepto tan polisémico que su determinación semántica tiende a cero, Peces Barba ha conseguido, justamente, dejar a salvo el aspecto verdaderamente crucial de la espinosa cuestión a la que dedica sus reflexiones: nada nos dice de la naturaleza objetiva de las instituciones políticas, como si tal aspecto fuese irrelevante. Y debe de serlo para un discurso cuyo núcleo es una “ética pública” bajo la que el poder “sea visible”, porque “no hay democracia sin luz y taquígrafos”. ¿Y espera Peces Barba que la luz y los taquígrafos aparezcan por graciosa concesión de aquellos que, entregándose a las oscuras transacciones del consenso, han atropellado sin contemplaciones la más elemental exigencia de publicidad en las deliberaciones asamblearias? Este sistema les ha enseñado que los problemas políticos no se arreglan mediante la pública discusión, como antaño se creyó del parlamentarismo y del fundamento racionalista que se le atribuía, sino mediante el intercambio privado de prisioneros. Proponer soluciones cuya mera posibilidad pasa por la inexistencia del problema que pretenden solventar, es caer en la más estrepitosa circularidad.

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