Resulta inverosímil que ningún sector de la opinión pública española haya atribuido, aunque fuera por mera especulación, los horripilantes desmanes del poder, pasados y presentes, a una causa institucional. La línea que une la corrupción y la mentira oficial, la desnacionalización de España, el crimen de Estado, o la evidente jerarquía de los ciudadanos ante la ley, corre paralela a esta monarquía posfranquista. Denunciar públicamente la falsedad de este régimen de partidos es algo imposible, pues alguna forma de selección social impide sincronizar los medios de difusión adecuados para hacerlo con la libertad de espíritu para pensarlo. Y, cuando se traspasa esta barrera, la unanimidad de los corifeos de la oligarquía dominante convierte la disidencia en extravagantes e insignificantes delirios personales; por ser tan imposible negar los hechos como desligarlos de sus evidentes causas. No parece que el cacareado pluralismo de esta sociedad dé para más. Pero, ¿qué es el pluralismo si no la posibilidad de que haya tantas opiniones o intereses como individuos, pudiéndose asociar libremente entre ellos? El pacto de la Transición hecho Ley nos lo niega: son “los partidos políticos” quienes “expresan el pluralismo político” —artículo 6 de la Constitución Española de 1978? y no los ciudadanos. O sea, en política sólo puede haber tantas opiniones o intereses como partidos estatales; y necesariamente han de integrarse en estas organizaciones, pues “son instrumento fundamental para la participación política” (el citado artículo), que bien pueden comprobarlo los que votan obligadamente sus listas.   La mera existencia de varios partidos políticos —llegados al Estado totalitario como asunción de pasadas legitimidades— se asimiló a la libertad. Su suma, a la representación global de la sociedad. Los mismos discursos y mecanismos sociales que sustentaron el franquismo, se reciclaron para hacerlo ahora con la partitocracia. Pocos se muestran conformes con los resultados. Pero sólo se da pábulo a las denuncias de quienes terminan por utilizar su autoridad moral, así lograda ante los demás, para, seguidamente, reingresar a los descontentos en el mismo mecanismo institucional que reproducirá los hechos delatados, limpios ahora por el exorcismo de su publicidad, como si sólo se tratara de eso; aunque añadiendo, sí, la prudente recomendación de votar a otro partido. En esto consiste el pluralismo en España.   “Contengo multitudes”, por Catherine Jamieson

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