Es inexplicable que los cambios de Gobierno sin cambio de medidas de gobierno sean asumidos por la sociedad como si tal cosa. Es increíble que la corrupción se tolere como si expresara la verdadera naturaleza humana. Estos hechos indicativos de autismo social en quienes dirigen y de servilismo demente en quienes obedecen, así como el auge de la mentira y lo facticio en la vida privada, encuentran un vínculo en el placer-displacer de lo público.   La moral natural da origen a principios que mantienen los intereses del individuo severamente distanciados de la realidad social. Esta represión se ve aliviada por el quehacer político, capaz de identificar unos (principios) y otros (intereses). El pensador y el tirano sienten por igual el placer surgido de esa armonía. Sin embargo, todo pensamiento, acción o estructura relacionado con lo político es inexorablemente sancionado por la misma moral cuyo peso parecía desaparecer durante su realización. En este sentido, la representación es el único ingenio que permite a la moral revisar verazmente los hechos del Poder y a los individuos integrados en la masa social tener a su alcance la satisfacción del placer de pertenecer a lo público. La elección del representante conduce al placer político -o identificación con la acción egoísta-; la eventual deposición del elegido mantiene siempre accesible el placer moral -o identificación con la represión social.   Pero los intelectuales, gobernantes, industriales, financieros, militares, sacerdotes e informadores de la partidocracia (es decir, aquellos que en cumplimiento del deber fomentaron y aplaudieron el fascismo en Europa) sienten escalofríos ante la idea de participación de las masas en la toma de decisiones, de manera que diseñaron las instituciones encargadas de cerrarles el paso. Ante esta actitud, se produjo una reacción instintiva de desprecio hacia lo político en la ciudadanía que gran parte de la élite cultural posmoderna se encargó de consagrar socialmente. Así, las puertas de la satisfacción republicana quedaron cerradas desde dentro y atrancadas desde fuera. Naturalmente, cuando el vínculo entre la sociedad creadora y el Estado regulador se rompe, la corrupción es inevitable. Y su extensión, tanto vertical como horizontal, inmediata. En sentido vertical gracias a instituciones que formalizan esa ruptura; horizontalmente, sostenida en el relativismo moral. Dicho de otra manera, cuando la política anula definitivamente la moral, se niega de facto la capacidad que la sociedad tiene de organizarse por sí misma. Para los jerarcas del Estado de Partidos el placer de lo público es síntoma de la comunión del yo con la cosa pública. Son adictos a él y tienden a restringirlo para gozar de sus voluptuosidades con toda intensidad. Para el resto de la población este placer es un mito y la imposibilidad de satisfacerlo lleva a buscar sucedáneos en la imitación de los vulgares arquetipos publicitarios. Cuando una situación así se afianza, la moral es incómoda tanto para unos como para otros.

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