La lealtad (Francisco de Goya, 1815-1819).

Todos los reinos y todos los suburbios de la naturaleza prestan su lealtad a la causa donde ésta tiene su origen.

R. W. Emerson

En este tercer y último artículo, dedicado a las palabras que fundamentan los principios del MCRC (la lealtad, la verdad y la libertad), abordo el tema de la lealtad republicana; una lealtad que nace y crece en el seno de las leyes de la naturaleza.

La primera de las lealtades es a la propia vida, a la naturaleza que nos contiene. Una lealtad que emerge de manera primigenia en forma de instinto y que se despliega genéticamente en el entorno familiar; lealtad natural a padres y hermanos, para después como en progresión geométrica, extenderse al clan, al entorno cercano y al medio en el que se desarrollan las relaciones de grupo. Se trata pues de una experiencia creadora que se extiende de forma natural, quizás por puro egoísmo de protección, a toda la tribu. Esta mínima célula contiene ya la semilla de la lealtad republicana.

Siendo difícil definirla, nos podemos detener en algunas de sus características y observar sus consecuencias. La lealtad no es solidaridad, ni compañerismo ni camaradería; tampoco es fidelidad. Quizás en muchos aspectos sea lo opuesto a todo ello. Opuesto porque trasciende lo personal, es ajena a la voluntad de creencia espiritual, y tiene la cualidad de lo impersonal.

La lealtad a una causa se ha convertido a lo largo del tiempo en una experiencia vital que va mas allá de lo personal. Las grandes causas no son unipersonales, sino impersonales. La historia está plagada de nobles ejemplos de lealtad, hasta el punto de entregar la propia vida para no quebrantarla. Se torna fundamento de toda virtud moral y de toda acción trascendente de los hombres. La lealtad, en sí misma, es una causa; lealtad por la lealtad (Miguel de Unamuno).

En los partidos políticos estatales no existe la lealtad, en todo caso y en pequeñas células, camaradería o compañerismo. Los partidos son órganos del Estado y no abrazan ninguna causa, únicamente la ambición de poder. Y en esta carrera no puede existir ningún tipo de lealtad, sólo la mezquina cercanía a la disciplina impuesta por el amo que confecciona las listas. Tampoco existe lealtad del partido por el compromiso que habría de suponer un programa electoral prometido a sus votantes. Al día siguiente de las votaciones se consuma la deslealtad en el «templo de la soberanía popular» con el pacto entre opuestos. Tampoco hay lealtad al partido entre los militantes, solamente fe y ciega obediencia.

En la mónada republicana (el distrito), se abraza de modo espontáneo y natural, mediante el flujo continuo de la mutua confianza, la causa de la lealtad republicana. La vida pública vecinal es el campo donde germina su acción integradora; es fuente del poder ciudadano, de la verdad, la libertad y la representación política.

El diputado o representante de distrito es parte indispensable en la reciprocidad de su acción. La excelencia en la representación consiste, según nos enseña George Santayana, en «estar en lugar de muchos componentes difusos reducidos a la armonía, de manera que el resultado definitivo de la experiencia en cuestión refleje y considere justamente todos los intereses en juego y redunde en su total beneficio». Así se nos muestra la reciprocidad de la verdadera lealtad republicana. El representante se convierte pues en el depositario de la voluntad de actuación política de sus representados, en la voz, la presencia y el voto de las circunscripciones pequeñas en la cámara de representantes.

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