Pactos ficticios rotos (III)*   A la confusión se añade otro vicio muy extendido entre la llamada izquierda aunque en modo alguno exclusivo de ella, pero que encuentra fiel reflejo en el comunicado del PCE: la propensión a mezclar forma con materia, a llenar, según dicen, la democracia de “contenido”, con la paradójica consecuencia de que termina por minusvalorarse y despreciarse la democracia misma, para centrar la atención, de forma exclusiva, según reza el comunicado, en las llamadas políticas “sociales”, “económicas” y “ambientales”. Que pueden ser impulsadas, la experiencia histórica lo demuestra, sin democracia en las instituciones. La más cabal voluntad de entendimiento acepta, para definir la democracia, dos principios irrenunciables: la representatividad de los electores y la separación de poderes.   Todos los líderes políticos aparentan conocer bien el significado y alcance de ambos principios, a la vista del desprendimiento con que los utilizan en el discurso. La realidad es que la práctica de los partidos ha terminado por destruirlos, no ya por taras corregibles dentro de un sistema válido, como fraudulentamente tienden a sostener, sino por el propio mecanismo institucional que imposibilita, al margen de la mejor o peor voluntad de los actores en escena, tanto la representatividad de los electores como el control del poder que sólo la ahora inexistente separación entre Ejecutivo y Legislativo puede garantizar. Los medios de comunicación, de consuno con los partidos, cargan las tintas contra el inaceptable sometimiento de Poder Judicial a la partitocracia reinante; no advierten, en cambio, la mucho más necesaria independencia entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Solo así sería posible lo que ahora resulta una vana ilusión: la exigencia de “responsabilidad política” a los gobernantes, garantizada, dicen, por la posibilidad de la moción de censura; cercenada, en la práctica, por la disciplina partidista y la necesaria obediencia a los jefes de filas, verdaderos representados en el parlamento, y en ningún caso los electores.   Estos aspectos no merecen atención alguna por parte de unos movimientos de izquierda que no han dejado de ver en el principio liberal de la representatividad y en el principio de la separación de poderes un instrumento para más altos designios, para las políticas que concuerdan con sus planteamientos ideológicos; no merecen tampoco mayor atención por parte de una derecha autotitulada “liberal”, consagrada a la exaltación del llamado “Estado mínimo”, pero carente por completo de una ‘teoría positiva del Estado’, como no sin agudeza reprochaba Carl Schmitt: y esta carencia implica la más completa incapacidad para acometer la necesaria reforma institucional que haga posible una democracia hoy inexistente. Su lugar, hoy, lo ocupan las oscuras transacciones del consenso que terminan por poner los parlamentos al servicio de los gobiernos. El PCE, como el resto de los partidos políticos españoles, carece de respuesta frente a este atropello; su lucha es otra.

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