La guerra del fin del mundo (foto: Antonio Carlos Castejón) Omisiones de un escritor laureado   Tiene razón don Mario Vargas Llosa cuando define la literatura como falsificación de la realidad. Pero el laureado escritor parece dejarse llevar por la afición literaria y la arbitrariedad de quien aparta de su discurso los elementos que podrían arriesgar la conclusión ya fijada de antemano; no de otra forma cabe entender su crítica del nacionalismo como ideología que “disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento”. Lo falso de tal afirmación no está en lo que dice, sino en lo que esconde.   A la Revolución Francesa hay que remitirse para comprobar que la primitiva manifestación política del nacionalismo distó mucho de tener el carácter racista y particularista que el autor le atribuye; por el contrario, adoptó la forma ilustrada de un ingenuo y peligroso universalismo que hizo a Francia depositaria de una misión de alcance mundial. La retórica de los “héroes” de la Revolución ilustra bien la tragedia que se estaba fraguando. “Es de interés para todas las naciones la protección de la nación francesa, pues de Francia partirá la libertad y la felicidad del mundo” (Robespierre) “¡La guerra, la guerra, es el grito de todos los patriotas!” (Editorial del 15 de diciembre de 1791 de la revista “El patriota francés”). “Un cuerpo no hace la guerra contra si mismo. El género humano vivirá en paz, porque formará un solo cuerpo, la Nación única. París será el punto de reunión, el faro central de la Comunidad Universal” (Discurso de Jean-Baptiste Cloots a la Convención, en 1792). A tan delirantes y mesiánicas proclamas respondió el dantonista Robert suplicando a la Convención que, en nombre de un saludable “egoísmo nacional” , se olvidara de una vez del género humano y se entregara al servicio exclusivo de Francia. Pero, ya fuera por el delirio de una misión universal, ya fuera por el aludido “egoísmo nacional”, lo cierto es que la revolución desembocó en un nacionalismo agresivo que condujo a las guerras napoleónicas que ensangrentaron Europa en el siglo XIX. La reacción a este nacionalismo de corte universalista fue una movilización general en forma de reivindicación de las “peculiaridades distintivas”, un nacionalismo de índole particularista al amparo del cual germinaron las concepciones racistas que justamente don Mario rechaza, y que tuvieron su primer paladín en el alemán Herder, en su consideración de la nación como “hecho natural de caracteres físicos permanentes, sobre la base de la sangre y de la tierra a la que esa sangre permanece ligada”. No mucho más tarde Fichte reclamaba que a cada nación “le sean concedidas sus fronteras naturales”. Huelga señalar la petición de principio que el confuso concepto de “fronteras naturales” entraña, y no hace falta ser muy malicioso para encontrar aquí una prefiguración del “área natural de expansión” que sirvió de legitimación para el nazismo. Fue una amarga ironía del destino que la reacción al expansionismo revolucionario francés fuera el caldo de cultivo intelectual para el expansionismo alemán.   No basta, por tanto, como hace don Mario, condenar la manifestación racista del nacionalismo sin remontarse al origen de los acontecimientos. Que está en el universalismo de la modernidad ilustrada. No en vano advertía el historiador Guglielmo Ferrero que los sacrificios exigidos por el moderno Estado-Nación surgido de la Revolución Francesa a las poblaciones hubieran sido inimaginables en el Antiguo Régimen. Por eso, la crítica del nacionalismo no puede ser más que crítica de la propia Modernidad, de la Ilustración, de la cual el nacionalismo no es accidente ni patología, sino producto genuino.

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