El lenguaje, que no deja de ser un espejo social, refleja la inflación de ignorancia y la falta de sentido común predominantes. La eubolia, divinizada por los romanos, o el buen consejo que la prudencia presta a la dicción, es una virtud extraña a la clase partidocrática y a sus ramificaciones mediáticas, cuya logomaquia ha contagiado a las capas oportunistas de la sociedad civil, sumiendo a las demás en la paralizante perplejidad moral y mental de la confusión.   El idiotismo lingüístico no sólo permite a los miembros del mismo gremio reconocerse entre sí (con su jerga arcana, a los economistas no les importa ser incomprendidos): es además una poderosa herramienta de subyugación. La parla gubernamental se caracteriza por el vicio de engañar mediante un tropel de palabras, enredar lo obvio y cotidiano con hilos pedantescos, y por la vanilocuencia que precisa de la hipérbole. Los Zapatero, Blanco, Fernández de la Vega o Magdalena Álvarez creen que siempre tienen razón porque, como si fueran votos, disponen a su antojo del sentido de las palabras.   En fin, si los seres que habitan el paraíso no piensan en nada, algo natural en un lugar donde no hay necesidad de ello, por qué los miembros de los partidos estatales no habrían de dejar la sustancia cerebral en reposo, utilizando sólo los comodines que eviten pensar (“políticas”, “consenso”, “medidas sociales”), colocados en cualquier frase en lugar de las palabras que allí harían falta.   En el lenguaje de los periodistas del poder, como en el administrativo, la fisonomía específica de cada uno de ellos se borra, diluyéndose en una mediocridad común, empedrada de toda clase de circunloquios, meandros sintácticos y perífrasis que puedan desviarles de la verdad. Desde luego, los movimientos y hábitos de estos hombres están perfectamente regulados, ya que la esfera de sus ideas no es más extensa que la jaula de un papagayo.   Con periodistas acostumbrados a no pensar antes de escribir, no son necesarias las leyes que prohíben el pensamiento y que conforman la existencia de hombres que piensan una cosa y dicen otra; o sea, la “corrupción de la buena fe” y “el fomento de la perfidia” (Spinoza).   Fernández de la Vega (foto: bnim)

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