Ramón Tamames durante la moción de censura
Ramón Tamames durante la reciente moción de censura.

La moción de censura no sirve para exigir responsabilidades al gobernante, como impotentemente expresa el artículo 113 de la Constitución Española. Simplemente sirve para tomar el pulso a la fuerza coyuntural de los partidos y al vigor de las coaliciones que sostienen el poder, con los gobernados como espectadores pasivos.

Se trata de un mecanismo característico de las luchas internas en los Estados de partidos, ajeno a los contrapesos de poderes políticos entre el Estado y  la nación (ejecutivo y legislativo) que definen a una democracia formal. Por eso, y no inocentemente, Tamames hablaba de división de poderes refiriéndose en realidad a la independencia de la función jurisdiccional del Estado, y no de separación en origen entre el Parlamento y el Gobierno.

El presidencialismo es la única manera que tienen los gobernados de constituirse en poder ejecutivo, eliminando la situación actual donde el Gobierno es elegido por los diputados, es decir, por la clase política. El sistema presidencialista debe basarse en la igualdad representativa del poder ejecutivo del Gobierno y del poder de control de la Asamblea.

Este principio queda asegurado con tres normas constitucionales:

  • El presidente del Gobierno y los diputados de la Asamblea deben ser elegidos por sufragio directo y secreto por todos los ciudadanos mayores de edad en elecciones separadas.
  • El presidente podrá disolver libremente la Cámara y convocar elecciones de diputados, mediante su propia dimisión y la convocatoria simultánea de elecciones presidenciales.
  • La Asamblea podrá destituir libremente al presidente del Gobierno, siempre que lo acuerde la mayoría absoluta de los diputados y que se autodisuelva, para que se celebren elecciones presidenciales y legislativas.

Con estas normas constitucionales es siempre el gobernado quien dirime los conflictos graves que surjan entre el poder ejecutivo y el poder legislativo.

Dadas estas sencillas y fácilmente comprensibles normas, su ejecución encontrará la oposición de aquellos que al amparo del engranaje institucional actual han adquirido un poder preponderante en el régimen de partidos ajeno a la verdadera representación de los gobernados, con la lógica resistencia a perderlo, y también la de aquellos que adquirieron igualmente una cómoda posición en el régimen fruto del pactismo entre los que ya lo ocupaban en la dictadura y los que querían alcanzarla como premio a su oposición a la misma y que cristaliza con el texto de 1978.

Frente a ello sólo se puede hacer una cosa: destapar la «gran mentira», que no es otra que decir que en España hay una democracia.

Una democracia no consiste en elegir entre la oferta electoral de unos pocos partidos convertidos en auténticos órganos administrativos del Estado, sino llegar a la representación del gobernado garantizando el control de clase política y su responsabilidad, elevando la sociedad cívica a sociedad política, que exista una Justicia realmente independiente no solo funcionalmente, sino orgánica y económicamente sin ligazón a criterios políticos en su designación que determinen sus decisiones, así como gobernantes que respondan ante las mismas leyes que aquellos que les eligen.

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