Prosigue el manifiesto de “Innovación democrática” señalando la necesidad de “cerrar de una vez por todas el proceso constituyente, en el sentido de la remodelación de los estatutos de autonomía y del sometimiento de las diversas comunidades autónomas a un riguroso proceso de coordinación y armonización”.   Ahora bien, ¿qué proceso constituyente es aquel para el que “Innovación Democrática” exige su cierre? No puede ser otro que el que dio lugar a la Constitución de 1978. Un proceso constituyente cuyos agentes fueron los líderes de las formaciones políticas opositoras al franquismo, en asociación con la clase política de la dictadura, que supo entender a la perfección que aquel régimen tocaba a su fin.   Y una vez planteada la dicotomía irreconciliable entre la llamada “reforma” y la “ruptura”, disyuntiva insalvable que la propia oposición quiso soslayar con el fraudulento invento de la “ruptura pactada”, la evolución de los acontecimientos es conocida por todos: una convocatoria de elecciones legislativas, al amparo de la Ley para la Reforma Política, de las cuales emanó una asamblea que se atribuyó, con arreglo a lo que Carl Schmitt designaba como “la situación de las cosas” (“La Dictadura. De los orígenes del pensamiento moderno de la soberanía a la lucha de clases proletaria”), unos poderes constituyentes que nadie le había otorgado: falso, por tanto, el presunto protagonismo de un “pueblo” que actuó como simple figura decorativa, acaso imprescindible en su función legitimadora, pero irrelevante en el propio devenir de los acontecimientos.   Esta autoatribución justifica la consideración de aquel proceder como golpe de Estado. La diferencia sustancial entre este modus operandi y la autoproclamación del Tercer Estado en Asamblea Nacional, en representantes de esa entelequia que llaman “pueblo”, es notable: el Tercer Estado perpetra un golpe que lo sitúa inmediatamente en la cúspide de lo que Carl Schmitt llama “dictadura soberana”: dictadura no comisionada por un poder preexistente al que esta se sujeta, dictadura que encaja a la perfección en lo que Walter Benjamín llama “violencia creadora de derecho” por oposición a la “violencia conservadora de derecho”: dictadura que da lugar a un orden nuevo. No hay, por parte del Tercer Estado, encubrimiento, disimulo, o secretismo en la violación perpetrada.   Por el contrario, nuestros padrinos de la patria incurren en el engaño sibilino de comparecer a unas elecciones, mediante un sistema de listas amparadas en un programa electoral en el que en ningún caso se apela a una Constitución por elaborar, para comisionar a un grupo de notables que, bajo la siempre engañosa bandera del “consenso”, elaboran una Carta que se somete posteriormente a refrendo.

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