Aristóteles en su Ética a Nicómaco utiliza un concepto de amistad muy semejante al que en este diario se otorga a la palabra lealtad: la matriz de la Humanidad, el presupuesto de la virtud, el umbral de la Política. Pues bien, la carencia de esa perspectiva, de intuición de pertenencia al mundo y a la especie, impide reconocer al ciudadano sometido que en la excelencia hay, primero, un pasional retorno de lo privado a lo público y, segundo, el reconocimiento social de que en el logro individual asoma lo mejor de toda la comunidad, sea esta cual sea. La degeneración moral que acarrea la enajenación política, pretende que el mérito es el camino al éxito y la distinción el aura que los adorna.   El mérito no es un logro personal, sino el reconocimiento social de la excelencia producto de la virtud; el mérito se otorga -no se adquiere- y no siempre quien lo recibe es distinguido. La distinción no puede ni debe buscarse pues es consecuencia de ciertas cualidades naturales y de la buena educación; la distinción siempre es excelente, excepto aquella que se anhela o pretende conservarse. Eso es para los espíritus y las clases decadentes. La pasión de distinción, vulgarizada por la demagogia igualitarista, es la pasión de ser famoso. En nuestra sociedad, igualada a la baja por los medios de comunicación, el mérito puede resistir en el ámbito privado, pero la distinción a duras penas. Esta suele ceder su lugar al amaneramiento y la imitación.   El ejército -combatiente- y la universidad -libre-, son instituciones en las que podría gobernar el mérito, pero apenas ocurre. Así que tomando la sociedad al completo este orden es pura fantasía, como lo es su reverso tenebroso: los pueblos tienen lo que merecen. La timocracia y la aristocracia son utopías. El poder no es un mérito y por supuesto tampoco el uso del poder, como el del dinero, proporciona distinción. Ni siquiera en la verdadera democracia la hipotética competencia de las inteligencias selecciona al personal político conforme a la excelencia; así que no pasa de grotesco el afán de las falsas democracias por propagar la idea de que quienes ocupan -u ocuparon- puestos relevantes son acreedores de mérito por gracia del poder y distinguidos por capricho pentecostal. Se llega a hablar de sacrificio.   Cuando poderosos y poderidos mencionan el mérito del pueblo español durante La Transición, se destapa la adulación al esclavo, es decir, la intención de que lo siga siendo. Si el pueblo constituyera un sujeto político real, el español hijo de la transición sería rastrero con respecto al poder e ignominioso respecto de quienes luchan por la libertad.   En cualquier caso, ninguna necesidad tiene la clase estatal de recurrir a la sociedad civil pues ellos se lo merecen y ellos se lo honran. Doña Carmen Chacón ha recibido otra medalla.

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