Un caso que prueba el ninguneo al que los partidos políticos someten la presunta decisión de un pueblo al que dicen soberano, incluso en un ámbito mucho más reducido que el de unas elecciones generales, es el llamado “pacto de progreso municipal” que, tras las elecciones locales de 2007, firmaron en Galicia el Partido Socialista y el Bloque Nacionalista. Este pacto obligó a una gran heterogeneidad de municipios, en los cuales ninguno de los dos partidos había obtenido la mayoría absoluta, a sujetarse a requerimientos propiciados por instancias de orden pretendidamente superior: así pues, por la sacrosanta y soberana voluntad de los respectivos Estados Mayores reunidos en Santiago de Compostela, se acordó que los concejales electos socialistas y nacionalistas, sin distinción de municipios, estaban obligados a suscribir un pacto de gobierno a fin de poder hacerse con el poder en aquellos Ayuntamientos donde fuese factible desplazar al Partido Popular. Era una burla siniestra comprobar como el destino del voto de un elector de Vilagarcía o de Culleredo, se decidía no ya en la corporación municipal, no ya en el propio órgano presuntamente emanado de las elecciones municipales, no en la única institución legitimada por dichas elecciones, sino en una reunión a puerta cerrada en Santiago entre los máximos mandatarios. Pero, por supuesto, sería una completa ilusión sin fundamento alguno, esperar que aquellos concejales electos se sintiesen ofendidos o se viesen ninguneados -y con ellos, los electores que les apoyaron- ante tamaña enormidad, y la explicación es obvia: ellos son parte de esa oligarquía en la cual el concepto de representación es sistemáticamente burlado y usurpado por los partidos políticos. Se tiende a justificar tales pactos, con la consabida alegación de que ello responde a la “voluntad de los ciudadanos”. Pero este engaño sólo cabe dentro de la generalizada afasia y logomaquia propia de un lenguaje, el de la clase política, cuya comprensión es, con frecuencia, imposible.   Ningún elector es consultado sobre la conveniencia o viabilidad de un pacto poselectoral, y tampoco sobre qué parte o partes del programa deben ser sacrificadas en el altar del consenso interpartidista que conduzca al necesario “programa común”. Esta falsedad solo puede ser justificada con la eterna ficción de un pueblo soberano reunido en asamblea, que decide colectivamente el reparto de escaños parlamentarios o consistoriales y el contenido de los pactos poselectorales. Y, cosa más grave todavía, ningún elector ha delegado la gestión de su voto municipal en la decisión de un jefe máximo que es ajeno a la corporación. Pero la naturaleza oligárquica del Régimen puede incluso volver todas estas consideraciones un empeño de leguleyos, pues lo que impera es lo siguiente: cuando votamos a un candidato propuesto por un partido político, nada puede defendernos del atropello de un jefe máximo que se erige en propietario y gestor de los votos.

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