Muchas especies animales logran sobrevivir a causa de su semejanza con las formas y colores del medio vegetal o mineral donde se mueven. Parecer otra cosa de lo que se es, el camuflaje mediante la imitación, resulta vital cuando no se confía en la propia fuerza. El elefante no tiene que parecer una roca ni estar en manada para ser respetado. Pero las naciones se uniforman con los colores de las grandes. Esos ciegos reflejos se animan en los tiempos que siguen a las catástrofes morales. No debe extrañar que, destruida Europa en la guerra mundial, una mitad continental se levantara con vestidos y modales de norteamericanos y la otra, con ropa y disciplina soviéticas. Sólo la rocosidad de su vida política, tan útil para la guerra fría, permitió a la Península Ibérica quedar al margen de los disfraces.

Mientras duró la calentura ideológica, la improvisada manta estatal, con la que se tapó el miedo europeo a la libertad, se justificó en la supervivencia. Sólo Gran Bretaña y la Francia de De Gaulle conservaron parte de su personalidad política, gracias a la representación de la sociedad civil en el Parlamento. Un sentimiento de culpabilidad, inherente al horror de lo derrotado, condujo a edificar sobre patrones del vencedor un tipo de Estado cobijo que albergara y financiara a los partidos políticamente correctos. Se sacrificó el sistema representativo en aras de la integración de las masas en el gobierno.

Una forma de Estado no totalitaria, pero de oligarquía totalizante. Que, sin separar los poderes estatales, sometió el legislativo al ejecutivo y prohibió los partidos comunista y nazi (Alemania) o los marginó de las combinaciones de gobierno (Italia). El objetivo de ese tipo de Estado no era la libertad política, sino la integración de los países derrotados en un bloque atlántico capitaneado por EE UU.

A comienzos de 1977 la situación era bien distinta. La Comunidad Europea tenía entidad económica propia. Los partidos comunistas habían dejado de ser revolucionarios desde antes de mayo de 1968. La extrema derecha, pura nostalgia. Portugal había salido sin sangre de la dictadura corporativa. La sociedad civil española, confiante en sí misma, estaba en pleno desarrollo.

La oposición había creado una alternativa democrática a la dictadura que, además de estar basada en la libertad política, era distinta tanto del sistema parlamentario, que tan fácilmente sucumbió ante el fascismo, como del coyuntural modelo del Estado de Partidos. Así lo estimó el Parlamento de Estrasburgo cuando, esperanzado en la influencia que tendría en sus países, acogió con entusiasmo el proyecto político de la Junta Democrática.

Pero el tradicional complejo de inferioridad de la clase dirigente española, la falta de confianza en la libertad y en sí misma, la inclinó hacia la mímesis de lo que existía en una parte significativa de Europa, aunque no fuera la democracia ni lo más conveniente para España. Desechó el modelo inglés y el francés porque la libertad política subsistía en sus sistemas electorales y no tenían lo que más necesitaban los reformistas: la substancia del poder incontrolado de la dictadura.

A la hora de imitar, se dudó aquí entre el modelo alemán, admirado por el socialismo universitario, anticomunista, y el modelo italiano de la componenda, tan caro a la democracia cristiana. El dominio de Suárez sobre Fraga se manifestó en el sistema proporcional y la legalización del PC. Del consenso resultó un híbrido germano-itálico, que cumplía las marcas de fábrica constitucional para ser homologado con los productos europeos. Nuestra originalidad consistió en la mímesis, como inferiores, de lo políticamente peor de Europa.

Y entramos en el club, exentos de libertad política, sin personalidad pública y pagando caro. Pero la imitación fue homologada.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 24 de mayo de 2001.

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