La tradición filosófica sostiene que la libertad empieza cuando los hombres abandonan el campo de la vida política ocupado por la mayoría, puesto que no se puede experimentar en asociación con otros sino en interrelación con el propio yo, ya sea bajo la forma de un diálogo interior al que se llama pensamiento o de un conflicto interno o una lucha entre lo que quiero y lo que hago; pero sólo cuando el quiero y el puedo coinciden en el campo donde la libertad es una realidad que se expresa no sólo en discursos sino también en hechos, comprobamos la verdadera razón de la existencia política.   Montesquieu consideraba inadecuados para la consecución de los objetivos políticos los conceptos religiosos y filosóficos de una libertad que solo exigiría el ejercicio de la voluntad, al margen de las circunstancias y los logros reales que aquélla se hubiera fijado. Por el contrario, la libertad política consiste en poder hacer lo que se quiere colectivamente. Por eso, en España los únicos que tienen libertad de acción política son los jefes de los partidos estatales, mientras que en EEUU los ciudadanos pueden regenerar un sistema político ensombrecido por las aventuras imperialistas y la influencia de las grandes corporaciones industriales y financieras, eligiendo directamente al hombre que proclama la necesidad de un cambio.   La diferencia entre el discernimiento político y el pensamiento especulativo reside en que el primero arraiga en lo que llamamos sentido común o “le bon sens” que nos desvela la naturaleza compartida del mundo, mientras que el segundo trasciende el buen sentido sin cesar. Y en Europa seguimos padeciendo el predominio de la especulación filosófica en la cosa pública. Así, Rousseau, para rebatir a Montesquieu, sostenía que el poder ha de ser soberano, es decir, indivisible, porque una “voluntad dividida sería inconcebible”.   Sin embargo, sabemos que la libertad y la soberanía no pueden coexistir. Cuando el pueblo se engaña con su propia soberanía, se rinde a “la voluntad general” de los detentadores del poder, que en España reviste la forma de una oligarquía de partidos juancarlistas. Para conquistar la libertad colectiva debemos renunciar precisamente a las opresoras soberanías, sean reales: la del Ejecutivo; o imaginarias: la popular.   Rousseau (foto: litmuse)

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