Máscaras en Nueva Orleans (foto: exfordy) Las máscaras del poder Desde que los griegos comenzaron a separar la opinión de la ciencia, la civilización no ha cesado de identificarse con el esfuerzo de convertir las ideas ordinariamente confusas en ideas distinguidas. Para Descartes, las ideas podían ser, como las personas, vulgares o distintas. La alta distinción puede llegar a ser criterio de veracidad. Entre dos hipótesis científicas plausibles, suele elegirse, por su sencillez y armonía, la más elegante.   Sin embargo, existen individuos e ideas que llegan a destacarse por un desmedido afán de distinción o por una obsesión de artificial originalidad. Cuando el esnobismo intelectual y la indocta pretensión se unen, surge una locuela que no se ajusta a las reglas generalmente aceptadas de los significados. Este modo de hablar, propio del lenguaje político de una transición basada en la confusión popular de la democracia con una oligarquía de partidos, ha alcanzado con la carismática figura de Felipe González la cumbre de la estolidez.   Pues bien, el atribulado Jefe del Ejecutivo se ha sentido reconfortado con el apoyo y los consejos del “sabio” González, que anuncia una “economía social de mercado y sostenible” donde “a lo mejor, es progresista decirle a la gente que hay que trabajar más”. De Zapatero no emana una caudalosa elocuencia para convencer a sus seguidores de que hay que torcer el rumbo, pero sí está henchido   de   la   palabrería   necesaria   para sustituir su anterior discurso demagógico -del que se ha quedado huérfano con la crisis y los mandatos externos- por el que le exige la nueva situación: los ajustes son necesarios para “perfeccionar el Estado del Bienestar”.   El juicio es preeminentemente una forma teatral: la primera documentación acerca de un juicio procede de la última obra de “La Orestíada”, de Esquilo: Las Euménides. La demagogia política nace de la retórica forense en los dramas judiciales donde se utilizaban distintas tretas (presentación de niños llorosos, túnicas ensangrentadas y rasgadas, desnudamientos, etc.) para conmover a los jurados populares. Viviendo en un mundo de representación separado de la realidad civil, los políticos actuales, como los magistrados y los actores mediocres, siempre están actuando en la escena mediática. La conciencia le viene al político desde el exterior. Es la persona-imagen que la opinión ajena le permite ser. Necesita el reconocimiento de los medios y de su audiencia, para sentir su personalidad pública.   Zapatero ha de cambiar de máscara saturnal: de la paz social a los sacrificios de los trabajadores, de la orgía del gasto a la mesura de los recortes. Si a González, en este reino del oportunismo y de la ficción política, le resultó fácil mudar de piel poco después de llegar al poder, a Zapatero no le será difícil cambiar el blando y sonriente rostro que exhibía por la dura faz del pragmatismo.

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