Algunos dicen que La Yenka fue la primera de lo que se vino en llamar la canción del verano. Esta mañana, escuchando una de esas infumables tertulias radiofónicas mientras desayunaba, me asaltó su pegadiza melodía y me sorprendí a mí mismo canturreando para mis adentros —no me dejan cantar de otra manera— la cancioncilla que arrasaba en las emisoras de radio en 1965 y que, posteriormente, en 1979 lo volvía a conseguir, esta vez de la mano del dúo Enrique y Ana.
Creo firmemente que esta simple coplilla debería convertirse en el himno oficial de la partidocracia española. En su estribillo se describe todo el contenido y desarrollo de la falsedad política del poder que detentan las oligarquías, verdaderos sujetos de la soberanía nacional: «izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, 1, 2, 3».
La mentira y el engaño del régimen político que sufrimos los españoles no es otra cosa que extrema derecha. La anulación sistemática de la resignada ciudadanía, alimentada por el soma que segregan las élites en su lucha —de mentirijillas— por el reparto del poder, hace creer al común que existe batalla ideológica, representación y separación de los poderes del Estado. Por eso bailan al son de su yenka.
En España, a decir verdad, nunca existió el ciudadano, aunque hubo intentos que nunca supieron llevar a la práctica. La definitiva desaparición del concepto de ciudadano como tal la inició el dictador el 1º de abril de 1939 y su metamorfosis y continuidad quedó sellada por el «atado y bien atado» de la horrorosamente calificada como Transición —transacción, más bien— que dio como resultado el infame régimen del 78.
El secreto está en la masa, decía Carlos Marx y también una conocida pizzería. Esto lo sabía el dictador, aunque nunca llegase a probar una cuatro estaciones. El régimen de poder omnímodo del General, donde también se votaba (hay que tener esto presente), se transformó en reparto omnímodo del poder.
Los métodos no han cambiado, se han sofisticado, consiguiendo lo que no consiguió Franco: una masa bien trabajada y moldeable al gusto; en este caso, de cada facción del Estado, convirtiendo al otrora bravo pueblo español en una pasta, lista para ser cocinada.
En la dictadura, había numerosas y multitudinarias manifestaciones organizadas por el Estado, para mayor gloria del General. Ahora sucede lo mismo: son las oligarquías de los partidos, en su pugna por la mayor tajada posible del botín del Estado, quienes organizan y promueven las manifestaciones, a las que su feligresía asiste en catártica comunión, como antes acudían sus padres a la demostración sindical.
La corrupción en la partitocracia española no es algo aislado, tampoco es sistemática. Es sistémica. La corrupción es el sistema. Las luchas internas del franquismo entre los falangistas y el Opus han devenido hoy en la competencia entre los partidos por la conquista del Estado.
¿Cómo alguien decente puede calificar de democrático un régimen en el que el supuesto ciudadano solo sirve para ratificar listas de partido integradas por desconocidos y confeccionadas por un personaje televisivo? Donde no hay ciudadanos, tanto el régimen como sus gobernantes y legisladores tan sólo pueden ser de extrema derecha respecto a la libertad política, con independencia del ropaje ideológico con el que se vistan.
Ahora bailemos La yenka y que viva la música.