La libertad política es incompatible con la prohibición de partidos por su tendencia ideológica. Sitúa a todos donde debieron quedarse siempre, en la sociedad civil, y los saca del Estado. Una vez constituidos como asociaciones ideológicas extraestatales con el objetivo de servir de plataformas para alcanzar el poder político, pero fuera del mismo, que existan partidos separatistas, comunistas o fascistas carece trascendencia.

Quien defiende la ilegalización de partidos o ideologías, por muy repugnantes que estas sean, lo que esconde es su deseo de votar sin democracia. La pasión de servidumbre de votar sin libertad.

Sostener la prohibición del separatismo no es sino una defensa del Estado de partidos, que necesita de medios y miedos para su supervivencia. Medios contradictorios con sus propios postulados, que se autotitulan falsamente como democráticos, ante patologías como la instrumentalidad de los injustificables privilegios oligárquicos en que se sustentan y que alimentan a los únicos agentes políticos reconocidos: los propios partidos políticos.

Y miedos que justifiquen el ingreso o expulsión en el selecto grupo de integración de masas en el Estado delimitado por el consenso de los participantes en el acuerdo institucional del setenta y ocho.

El acceso a las subvenciones estatales, la disposición de espacios publicitarios gratuitos, el acceso al padrón y al poder autonómico de asesinos y  sediciosos han sido pura y simple consecuencia natural del desarrollo del régimen oligárquico de partidos de integración proporcional de gobernados, que resultarían imposibles en un sistema mayoritario de representación ciudadana.

Es lógico que los delincuentes y los enemigos de la nación se percaten de que la mejor garantía de eficacia de su actuación es la articulación de sus fines ideológicos a través de un partido político. De la misma forma que una secta se dé cuenta de que le conviene ser reconocida como religión para obtener beneficios fiscales. No hay diferencia.

Tan lógico como hipócrita es sostener la ilegalización de estos partidos a la par que pedir el voto a otros en votaciones a listas de un sistema proporcional que premia el voto separatista multiplicando su valor y resultado electoral con reflejo en su presencia parlamentaria e institucional. Un voto en Barcelona o San Sebastián a la Esquerra o a Bildu no vale lo mismo que uno en Cáceres o León a cualquier partido no nacionalista.

Prohibir por ley un partido político, ya sea comunista, separatista, nazi, integrista, o filoterrorista, es síntoma de la debilidad y contradicción intrínseca del Estado de partidos, inconcebible en una auténtica democracia donde el partido fuera instrumento de su funcionamiento y no agente único de la actuación pública, sujeto exclusivo del derecho a ejercer la política, y de nutrición asistida estatal como un órgano administrativo más.

La república constitucional, como garantía institucional de la democracia, saca a los partidos del Estado para civilizarlos, sin que precisen del patrocinio estatal y sin que sean necesarios funambulismos promoviendo leyes autodefensivas para que quienes promuevan la desintegración nacional queden fuera de las instituciones.

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