Es opinión extendida entre los juristas que son prácticos del Derecho, que quien no sabe Derecho Civil no sabe Derecho. Sin embargo, otros juristas, los científicos, tienden a pensar cada cual de su disciplina, que es la suya y ninguna otra el ombligo del mundo.   Será quizás por esto que los constitucionalistas, que en nuestro país son legión, no atinan a – o no quieren- explicar desde sus cátedras por qué en nuestro sistema político no existe democracia, en tanto que no existen ni la representación ni la división de poderes, que conforman, ambas juntas, de modo inseparable, la “conditio sine que non” de la democracia como resultado, que diría un causalista. Y es de la representación de la que, brevemente, me voy a ocupar aquí.   Partiendo de la definición, tan simple como precisa, de que la representación es hacer presente al ausente, en los manuales al uso podemos encontrar clasificaciones escolares semejantes a esta que propongo: puede haber una representación directa sin mandato, así contrato de sociedad en el que se nombra representante a un socio, o bien, poder de representación, sin más; puede darse mandato sin representación directa, así cuando se otorga únicamente el contrato de mandato; mas también puede haber mandato con representación directa.   Si como decíamos antes, la representación es hacer presente al ausente, es en aquella última figura de la clasificación propuesta donde esta definición fundamental alcanza su valor más genuino, su mayor grado de bondad y excelencia.   En el mandato con representación directa de nuestro Derecho Civil, el mandatario/representante queda obligado a realizar los actos a que se comprometió con el mandante/representado ateniéndose a las instrucciones de éste. En el trasunto, que se intenta trazar en estas líneas, con la representación política en la República Constitucional, el diputado quedaría obligado con su distrito a cumplir con su programa electoral, que aunque propuesto inicialmente por quien se postulara a la diputación, los electores hacen suyo (serán sus instrucciones) aceptando el compromiso ofrecido por el candidato, que a su vez, resulta obvio, intentará comprometer el voto de la mónada incorporando a su proyecto político las apetencias de sus futuros representados, en un movimiento de ida y vuelta que determina, sin personas ni bastardos intereses interpuestos, la existencia de una verdadera sociedad política.   Como todo derecho -así, en minúscula, subjetivo- sin acción, recordando una afortunada expresión, es un triste derecho, ya los romanos hicieron surgir de la figura del mandato una actio mandati directa, que correspondía al mandante contra el mandatario que no realizara su encargo, que no se mantuviera dentro de los límites del mandato. Y así, de idéntica manera, debe tener la mónada el poder de deponer y exigir responsabilidad a su representante, en caso de que incumpla su programa.   Obligación de tener informado al mandante, de rendir y justificar cuentas, son todas ellas contenidas en la figura del mandato en el Código Civil y lo serán, mutatis mutandis, en la relación de representación política que propugna la República Constitucional, con la garantía que ofrece una eficaz posibilidad de revocación en un marco de instituciones políticas inteligentes, que conjure la posibilidad –que ahora es indeseable realidad- de un generalizado mandatum rei turpis de los gerifaltes de los partidos a los acólitos de sus grupos parlamentarios.   Traduciendo el último latín al román paladino, aclaro, no quise significar otra cosa que `disciplina de partido´, que es a la de voto lo que el género a la especie.

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