La confianza en la responsabilidad personal, en la aparente honradez o en la fulgurante competencia de los gobernantes, sin guarecernos bajo un dispositivo institucional que prevenga sus ultrajes o abusos, y nos permita deshacernos de ellos, pacífica, rauda y eficazmente, semeja a un lánguido abandono en las garras de un leopardo hambriento.   Estamos a merced de unos gobernantes, que como era previsible, han ahormado su conducta a las incontables posibilidades de hacer el mal que un régimen antidemocrático les ofrece. En tal situación, debemos implorarles que no hagan todo el daño que podrían hacer y, si se apiadan de nosotros, mostrarles una inmensa gratitud. Conmiseración, es lo único bueno que nos es dable esperar, sin llamarnos a engaño, de los usurpadores del derecho democrático a elegir y controlar a nuestros dirigentes y representantes.   No se trata de gobernantes rousseaunianos, sumos pontífices de una fantasmática voluntad general “de la que emanan todos los poderes”, como ha subrayado el Monarca en la apertura de la novena legislatura oligárquica, sino de aquéllos que, con un programa determinado y no con vagas promesas, obtengan la aprobación electoral de una mayoría social que les faculte para llevar a cabo ese programa desde el poder ejecutivo. En el teatro parlamentario de la soberanía popular, no caben los verdaderos representantes de los ciudadanos, los cuales trasladarían la inquietudes y defenderían los intereses de sus circunscripciones electorales, haciendo honor a su primordial función de control del Gobierno.   Juan Carlos I  (foto: Salamancablog.com) Los propagandistas de la partidocracia nos espetarán que semejantes reclamaciones no tienen razón de ser, ya que están cumplidamente recogidas en la Constitución y “razonablemente” ejercidas en la práctica política. Estos impolutos “demócratas” no se sienten aludidos. Si persistimos en el propósito de  implantar la democracia, nos señalan parajes asiáticos y africanos, puesto que en Europa y en casi toda América ya ha germinado y madurado: el mal aspecto que presenta en ambos continentes quizá se deba a una excesiva maduración. Ninguna evidencia política es tan desgarradora como la desestimación de las normas democráticas en el ensamblaje institucional español.

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