Late for work (foto: Eneas) La increíble normalidad de un superhéroe Hasta los pacifistas más convencidos reconocen las virtudes morales y los valores estéticos que el altruismo guerrero ha incorporado a la humanidad. Los héroes antiguos o modernos, ofreciendo su propia vida a la del grupo, en acciones memorables que van más allá de donde el deber y el coraje común imaginan, han labrado leyendas y epopeyas que nutren de espiritualidad a los pueblos y de arte a la narración épica o romántica. Una guerra sin héroes, como la comida sin sazón, aplaca la agresividad de un instinto, pero no satisface el apetito de degustar lo superfluo, haciendo virtuoso lo necesario. No procedemos de un vivero de héroes. La selección inversa que produjo la elevada mortandad de los mejores en el siglo XX, “edad clásica de la guerra” de la que Nietzsche esperaba la emergencia de superhombres, ha poblado el mundo de dirigentes medrosos y oportunistas, hijos del escaso valor y de la excesiva técnica. Las actuales generaciones confían el heroísmo a las hazañas de ordenador. Pero la literatura y la ficción audiovisual no tienen el poder de la propaganda del poder, que puede convertir a los antihéroes en arquetipos de la heroicidad, o hacer de la irremediable mediocridad, virtud electoral, tal como han logrado las juventudes del PSC con el anodino Montilla, transformándolo en un superhéroe de cómic: “El increíble hombre normal” que no descansa ni siquiera por la noche para atender las necesidades de los menesterosos y ayudar a los jóvenes a emanciparse. El crack bursátil de 1929 fue el detonante histórico de la explosividad creativa experimentada por el cómic estadounidense durante unos años 30 donde los relatos de superhéroes constituyeron un fenómeno residual frente a los héroes encarnados por personajes policiacos (Dick Tracy), de aventuras (The Phantom; Príncipe Valiente) y de ciencia ficción (Flash Gordon). La eclosión de los cómics de superhéroes se produce en los años sesenta con la aparición de la Marvel y la reacción revitalizadora de su rival DC, que vivió durante muchos años del éxito de Batman y Superman. Clark Kent tenía que afrontar enormes dificultades para integrarse en nuestro mundo: trabajo diario, maldad y egoísmo, dolor por la pérdida de unos vulnerables seres queridos. Enviado por su padre a la Tierra, como un ángel de la guarda, no debía, sin embargo, interferir en el curso de la historia de los hombres. Por su parte, Montilla no ha tenido el menor problema en integrarse en el mundo de la ficción política, en esa monstruosidad habitual de la partidocracia, para, “desde” su salvífica normalidad, cambiar la nación catalana y lograr que reine en ella la justicia social. Después de las elecciones, cuando Montilla, presumiblemente, ya se habrá estrellado contra el suelo, a pesar de su capa voladora, las juventudes socialistas, para ilustrar un nuevo cartel publicitario, podrían recurrir a la “Serie B”, primer espacio cinematográfico dominado por el mundo de los superhéroes de cómic, pero ahora, recuperando uno de los clásicos de ese género de bajo presupuesto y elevado ingenio: “El increíble hombre menguante”.