A lo largo de las últimas décadas, numerosos servidores del Estado de Partidos han desfilado por la pasarela de la corrupción. La propaganda del Régimen siempre ha destacado que tales casos son fenómenos individuales que obedecen a la naturaleza irremediablemente imperfecta del ser humano, pero que bajo ningún concepto mancillan la inmaculada sacralidad de las instituciones vigentes, como si éstas no hicieran posible (ausencia de controles y vigilancias) y hasta deseable (garantía de la impunidad) revolcarse en el albañal de la corrupción.   Mientras las recalcitrantes líneas editoriales de El País y El Mundo han considerado que las corruptelas que no paran de manar son extrínsecas a unas instituciones en cuya estructura y funcionamiento siguen sin advertir vicios (no ocultos sino bien visibles), sus brigadas de investigación han puesto de relieve -conforme a los intereses de cada uno de esos medios de confusión masiva- la financiación ilegal de los partidos y el enjambre de autoridades (desde la de mayor rango estatal a la concejalía más modesta del reino, en una sociedad política tan amplia y nutrida merced a la artificiosa multiplicación de instancias públicas) que han libado en el florido campo de la corrupción. Últimamente, los contenedores mediáticos más alejados (La Gaceta y Público) vierten sospechas de enriquecimiento ilícito sobre el presidente del Congreso de los diputados cebrados.   Pero, por fin, la esperanza española del liberalismo estatal ha dado involuntariamente con la fórmula exacta del régimen que ambiciona presidir: “La corrupción es algo consustancial a las instituciones”, es decir, la señora Aguirre pone a sus seguidores en la tesitura de comprender la naturaleza institucional, y por tanto, irreversible, de la corrupción. Esta castiza Dama de Hierro dice que “lo importante no es que se produzca, sino lo que se hace para evitarla”: pues como no se hace nada efectivo, resulta inevitable.   La mentira pública (ahormada en las grandes cocinas mediáticas) de una oligarquía de partidos que se presenta con la máscara de la democracia, se ha convertido en el modo de ser normal en el que han crecido las nuevas generaciones, escépticas y desesperanzadas. El encanallamiento y la desmoralización de la vida española que han extendido los partidos estatales, junto a una crisis económica cuyos efectos han sido agudizados por la incompetencia, la demagogia y la imprevisión de unos gobernantes ajenos a los intereses de los gobernados, han creado una atmósfera mefítica, que empieza a ser insoportable para un número creciente de españoles cuyo espíritu de veracidad reclama la libertad política.

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