Escena de la película «El Jurado».

Pocas instituciones jurídicas engendran tanta polémica como la figura del Tribunal del Jurado. Pedro Manuel González nos deja unas pinceladas sobre el mismo en su artículo ¿Justicia sin jueces? publicado en este diario. A mí me gusta tirar del hilo y paso a ahondar un poco más en ella.

Para situarnos en contexto lo mejor sería, sin duda, investigar sobre sus antecedentes. Podríamos remontarnos, si quisiésemos, al derecho visigodo, o un poco más cercano en el tiempo, a la invasión napoleónica. La célebre «Pepa» rezaba en su artículo 307:

Si con el tiempo creyeren las Cortes que conviene haya distinción entre los jueces del hecho y del derecho, la establecerán en la forma que juzguen conducente.

Pero, aun así, a pesar de varios e infructuosos intentos por implantar la figura del jurado, este artículo estuvo carente de propósito y contenido durante más de la mitad del siglo XIX, ya que había muy poca confianza por parte de políticos y legisladores, quienes no consideraban al pueblo español apto para juzgar.

Ya en el siglo XX, durante la II República se intenta volver a dar prestigio a una institución que en la práctica no había tenido buen funcionamiento. Como dato curioso, por primera vez se admiten mujeres en el jurado, aunque sólo para determinado tipo de delitos (aquello delitos violentos en los que agresor y víctima son de diferente sexo).

Durante la guerra civil, en una facción fue completamente eliminado (por un bando del General Mola) y en la otra degradado y politizado hasta extremos aberrantes.

Este breve repaso histórico nos puede dar una pequeña idea del germen, o el origen, de dicha institución. Podríamos ver un intento de acercamiento de la justicia al pueblo, y tal vez incluso de dotarla de cierta transparencia y hacer participar al ciudadano en la esfera jurídica. Otorguemos un voto de confianza a tan halagüeña idea, ¿por qué no?

Llega el año 1995, y ante el revuelo producido por la inminencia de unas elecciones generales y tras un gran despliegue publicitario, el legislador remolón acata el mandato constitucional del 78, en concreto del artículo 125:

Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.

Otro dato curioso: a pesar de que se trata de una Ley Orgánica la que regula el Jurado, y por lo tanto necesita mayoría absoluta del Congreso para su aprobación, la falta de quórum necesario (faltaban nada más y nada menos que 72 diputados) no fue óbice para su entrada en vigor. ¡Escalofriante!… y aun así ni nos sorprende, ni nos escandaliza, ni nos soliviantan estas artimañas.

¿Y qué opino yo del tema? Lo mejor será plasmar la situación como buenamente pueda y dejarles a ustedes el veredicto.

 A día de hoy, en España determinados delitos se enjuician a través del Tribunal del Jurado. Su ámbito principal es el de la Audiencia Provincial, aunque si entre los encausados hay aforados (nuestros entrañables irreductibles), también pueden los juicios celebrarse en el Tribunal Superior de Justicia correspondiente, o en el Tribunal Supremo. Y puede haber aforados acusados, por supuesto, ya que entre las materias de su competencia se encuentran delitos como el cohecho, el tráfico de influencias, la malversación de caudales públicos… Tercera curiosidad del día: la prevaricación está expresamente excluida del ámbito del jurado, incluso si es un delito conexo con otros de su competencia.

Imaginemos ahora un Juzgado de Instrucción o de Violencia sobre la Mujer cualquiera, en el cual se tramita un procedimiento (penal, por supuesto) cualquiera. Llegados a cierto punto durante la instrucción, es decir, durante la investigación de los hechos y la búsqueda del presunto culpable, resulta que hay indicios de que la causa puede ser competencia del Tribunal del Jurado. ¡Horror y pavor! Todos los profesionales del derecho que participan en la causa se echan las manos a la cabeza. En lugar de terminar con las diligencias de investigación y entregar la causa al órgano enjuiciador, con unos hechos, un presunto culpable, etc., para que ellos se encarguen del resto,  ahora hay que intentar dejar las cosas lo más masticaditas posible, practicando todas las pruebas permitidas, más diligencias de investigación…, y celebrar una vista previa en la que, entre otras cosas, se puede acomodar el procedimiento, es decir, transformarlo para que no acabe en manos del Tribunal del Jurado. Y ojo, muchos jueces de instrucción lo intentan, aunque no siempre con éxito.

De forma paralela se ha ido desarrollando otro proceso, esta vez administrativo. La delegación provincial de la oficina del censo electoral se encarga de elaborar la primera protolista de posibles candidatos a jurado popular de entre los censados en su ámbito. Se calcula a ojo de buen cubero el número de casos de los que presumiblemente va a conocer el Tribunal del Jurado en los próximos dos años, se multiplica por cincuenta y ¡voilà!, ya tenemos el número de incautos con los que empezar a funcionar. Luego comienza un largo y aburrido camino durante el cual dicho sorteo y su resultado se pueden impugnar, la lista se remite para su publicación en el BOE y en los ayuntamientos respectivos, posibilidad de nuevas impugnaciones, comunicación por parte del Letrado de la Administración de Justicia (LAJ) de la Audiencia Provincial a cada candidato, y más impugnaciones… ¡Uffff! Se le hace entrega al presidente de la Audiencia Provincial de la lista definitiva por fin. Estamos ya en el mes de diciembre, y este farragoso tira y afloja de candidatos e impugnaciones lo hemos iniciado en septiembre.

En enero comienzan a funcionar las listas de candidatos, que tendrán una vida útil de dos años. Cada vez que se señale un proceso del Tribunal del Jurado ante la Audiencia Provincial, el LAJ en audiencia pública realizará un sorteo del que saldrán elegidos 36 candidatos. Estamos a treinta días del inicio de las sesiones del juicio oral, y tenemos que acabar con nueve jurados y dos suplentes. ¿Qué criterio aplicamos para elegirlos? Bueno, lo primero es que sólo pueden participar los españoles mayores de edad censados en la respectiva provincia que sepan leer y escribir. Parece que la lista va a ser larga. Pero resulta que los candidatos, al ser citados, tienen que devolver cumplimentado un cuestionario en el que pueden alegar causas de incompatibilidad, excusas… por supuesto, están los clásicos «me he mudado al extranjero», «tengo más de 65 años», «muchas cargas familiares»… Y luego tenemos otras que básicamente consisten en «no puedes ser jurado si tienes algo que ver con el derecho o entiendes de leyes, incluido si eres profesor universitario».

Yo aquí siempre echo en falta la opción «me trago el Sálvame todas las tardes, me encanta emitir juicios de valor sin conocimientos técnicos ni de fondo», que directamente te catapultaría a la zona VIP, y entrarías en el jurado por la puerta grande.

Tras devolver el cuestionario, del cual se da traslado al Ministerio Fiscal y demás partes para que también puedan recusar, el día en que comienza el juicio oral tenemos que contar por lo menos con veinte candidatos válidos. Si hay menos, pues a la casilla de salida otra vez, y vuelta a empezar con los sorteos.

Introduzcamos ahora un nuevo jugador en la partida: se trata del procesado. Tenemos dos posibilidades: que sea culpable, o que sea inocente (inculpable en este procedimiento). En cualquier caso, todavía no lo sabemos, puesto que no ha sido juzgado. Si tenemos por lo menos veinte candidatos algo hemos adelantado, pero todavía tenemos que reducir el número a nueve. Once contando con los dos suplentes. Mientras tanto, el procesado puede por ejemplo ser inocente, pero estar en situación de prisión provisional, y tiene para largo, tal y como se van desarrollando las cosas. O puede ser culpable, pero estar en la calle a la espera del juicio, que a estas alturas no ha dado comienzo todavía.

Nosotros nos quedamos con nuestros veinte candidatos. Ahora acusaciones y defensa pueden también recusarles, hasta cuatro cada uno. Nuevo sorteo para quedarnos con los nueve que necesitamos.

Parece que por fin lo hemos conseguido. Tenemos a nuestros nueve miembros del jurado bien alejados de la esfera jurídica. ¿Acabo de oír a alguien quejarse sobre la lentitud de la Justicia? Paciencia, que ya llegamos. Ahora que tenemos compuesto el Tribunal del Jurado, con sus nueve miembros y su magistrado presidente, parece que por fin podemos comenzar. Pero, ¡cuidado! No podemos usar como pruebas las diligencias de investigación practicadas durante la instrucción. ¡Ah! y además el jurado no sabe lo que es un auto, o unas medidas cautelares, o si debemos aplicar una pena en su mitad superior según el Código Penal. Lo que sí sabe es si tiene cara de malo, o mirada aviesa, o menudas pintas que me lleva.

Pero para eso tenemos al magistrado presidente, que va a guiar al jurado (literalmente: hay que redactar un acta guiada) durante todo el procedimiento, con lenguaje comprensible. El símil que me viene a la mente es el de un lego en medicina que por alguna extraña razón tiene que estar presente durante una operación a corazón abierto. Pero, claro, el cirujano no puede decirle «escalpelo», sino que tendrá que conformarse con un «páseme usted la cosa esa que corta, no, eso no, hombre de Dios, que es una sierra, el cuchillito afilado le digo».

Las funciones del jurado son las de declarar probados o no probados los hechos justiciables uno por uno, los cuales les van a presentar en la mencionada acta guiada (no sé por qué me acuerdo de mi infancia, esos cuadernillos Rubio… «sigue los puntitos y se forman letras») y declarar culpable o inculpable al acusado.

Y hasta aquí mi alegato. Que comiencen las deliberaciones.

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