A pesar de que cada nuevo ministro de Justicia, independientemente de su color político, insista en la necesidad de invertir en su administración y modernizarla, tal anuncio inexorablemente quedará en una declaración de intenciones nunca culminada. Y es que inaugurar un juzgado, una cárcel o un instituto forense no da votos.

Mientras no sea la propia Justicia la que elabore su presupuesto, la asignación, distribución y aplicación de sus recursos de forma eficaz es imposible. Más aun, toda inversión tiende a un fin último de control, al aseguramiento de impunidad por la sociedad política controlando la llave del peculio judicial.

No puede existir independencia funcional sin independencia económica. La atracción de las asociaciones judiciales y del teledirigido Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) depende en buena manera de la atribución de medios materiales como también las correspondientes contraprestaciones tanto expresas como tácitas de docilidad futura.

Reducir el problema del adecuado funcionamiento de la Justicia a una simple cuestión de dotación de medios materiales y de modernización tecnológica es común denominador de cada Gobierno y trampa en la que a menudo se hace caer al justiciable.

Para la independencia judicial y su separación en origen del resto de poderes del Estado es indispensable que la Justicia elabore y disponga de su propio presupuesto. Esto únicamente se puede conseguir con efectivo equilibrio de los tres poderes clásicos mediante su elaboración por un Consejo de Justicia también separado en origen que eleve la correspondiente propuesta a una comisión mixta de la asamblea y del ejecutivo que la aprueben, devolviendo el presupuesto judicial para su enmienda en caso de no obtenerse esa aprobación y garantizando por vía constitucional en todo caso un mínimo porcentual sobre los presupuestos generales del Estado que evite su estrangulamiento.

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