Ensayos   Niños monje jugando al atardecer (foto: Sukanto Debnath)   Infantilismos   Rafael Serrano     El deseo de suprimir la política que sofoca los espíritus de las principales ideologías obedece a la incesante búsqueda de una utópica paz social: justicia y felicidad incontrovertibles. Pero la ilusión de abatir al animal político para que desaparezcan los conflictos topa con la naturaleza conflictiva de la realidad humana, la cual, precisamente para ser encauzada, hace indispensable lo que inventaron los griegos: la política, que era para éstos, el rasgo distintivo de la especie.   Marx, que veía en la Historia una transformación continua de la naturaleza humana, señaló que la emancipación de la clase trabajadora residía en abolir todas las clases alcanzando una sociedad comunista donde la política sería superflua. No habría poder político propiamente dicho puesto que éste es “el resumen oficial” del antagonismo en la sociedad civil. Ya hemos comprobado el terrible resultado de semejante profetismo historicista, fundamentado en el materialismo dialéctico, que proclamaba haber establecido “científicamente” las leyes de la historia a las que el hombre debía someterse.   Una sociedad que no tenga relaciones de poder sólo puede ser una abstracción; y la organización del Poder exige un Estado. Sin embargo, el adalid de la soberanía individual abomina del “Ogro filantrópico”: todo Estado es un despotismo que no tiene nunca más fin que el de poner trabas a los individuos, amansarlos o convertirlos en súbditos de una cosa general; y ¿qué propone Max Stirner para sustituirlo? La “Unión de Egoístas”, donde las relaciones de propiedad consisten en lo que cada hombre pueda conseguir mediante la fuerza: “Hago llegar el círculo de mi propiedad efectiva hasta allí donde puedo alargar mi derecho”, o sea, mi fuerza. El ejemplo que pone Stirner para ilustrar esa nueva “Unión” podría haber inspirado a William Golding a la hora de escribir su novela “El señor de las moscas”: un grupo de niños que   juegan juntos por placer y abandonan el juego cuando ya no les divierte o tienen algo mejor que hacer.   Para el antiguo director de “The Economist”, Herbert Spencer -al que hay que atribuir la expresión “lucha por la vida” en lugar de a Darwin-, el estado superior de la civilización no puede ser más que una asociación voluntaria para la mutua protección de sus miembros; y el modelo que asegura las condiciones esenciales de la felicidad humana es la “joint-stock company”: al igual que la banda de niños de Stirner, los accionistas de una gran sociedad anónima tienen fines egoístas.   El camino para llegar a esa asociación de egoístas no pasa por la revolución que lleva a otro Estado, y por tanto a otra sociedad corrompida, sino por la rebelión que nos permite “instituirnos a nosotros mismos y no poner en las instituciones grandes esperanzas”. Los grandes depredadores de los negocios especulativos, y autores del marasmo financiero actual, se mostrarían encantados con esa declaración de principios; a fin de cuentas, “lo que soy capaz de tener, es lo que constituye mi patrimonio”, como dice Stirner en “El único y su propiedad”.   Paradójicamente, desde el siglo XX, los estadólatras han realizado lo que los estadófobos soñaban con llevar a cabo: eliminar la política. Ora fusionando totalitariamente el Estado y la Sociedad, ora creando los partidos estatales, cuyo consenso de trapacerías y prebendas niega a la sociedad civil la posibilidad de elegir a sus representantes y gobernantes, así como la de controlarlos.   Asombra ver entre los antiguos a personalidades que eran a la vez y en grado eminente,    filósofos,   historiadores,    poetas,   oradores, científicos, hombres de acción, etc. Eso ahora es muy raro: cada cual se encierra en su recinto, empequeñeciendo su campo de visión. Probablemente la diferencia de talentos naturales entre los individuos es mucho menor de lo que creemos. Y las disposiciones tan diferentes que encontramos en los hombres de diversas profesiones, no son tanto la causa como el efecto de la división del trabajo, que en el interior de la sociedad moderna engendra las especialidades- esas que quieren promover a toda costa los planificadores boloñeses- y con ellas el idiotismo del oficio.   En la vida monástica, la escala de Jacob se convierte en el símbolo del progreso espiritual: por donde bajan los ángeles a la tierra suben los aprendices de la virtud. Ahora, en los recintos universitarios, no se trata de elevarse por amor al conocimiento sino de ascender, dando brincos si es preciso, por una escalera de trepadores, hacia “el éxito y la buena posición” mediante graduaciones que ofician la “ritualización del progreso”, tal como indicaba Iván Ilich en “La sociedad desescolarizada”.   Al margen de la incultura galopante, no resulta fácil comprender que los adultos, cuyo egoísmo inteligente da una sólida base a la prudencia con la que cuidan de sus intereses privados, sean engañados como niños en lo que respecta a los públicos. No obstante, hay que confiar en el buen sentido de los que no renuncian a conquistar la condición de ciudadanos, es decir, la mayoría de edad en los asuntos políticos, donde, al buscar la verdad se llega a la libertad, y ya no se es libre de seguir rodando por la pendiente del medio que nos rodea ni de aceptar los convencionalismos. Aspirar a la democracia y reclamar una concepción auténticamente republicana del Estado no es una cuestión reservada a inteligencias extraordinarias y desprendidas, sino que incumbe al sentido común.

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