Empecemos por el principio. En España, la carrera judicial, sin contar con los miembros del Tribunal Constitucional, puesto que no tienen que formar parte de ella, consta de tres categorías: jueces, magistrados y magistrados del Tribunal Supremo… No, no lo estoy enfocando correctamente. Empecemos por el auténtico principio.

Imaginen ustedes a un jovencito, o jovencita, recién salido de la carrera de Derecho, con el corazón rebosante de ideales sobre la justicia. Con buenas notas, con ganas y medios materiales para estudiar. Bien. Esa criatura se pasa cinco, seis años de su vida inmerso en leyes, muchas de ellas anacrónicas, preparándose para superar psicológica y anímicamente unos exámenes relativamente arbitrarios que le permitirán acceder a la carrera de juez o de fiscal, en función de la nota que saque. Durante ese tiempo poco más ha hecho aparte de estudiar. No ha vivido, no ha experimentado; muy ducho en leyes y poco en experiencias vitales. En algún momento del proceso suena la flauta, mezcla de tesón, dedicación, suerte y astros alineados, y aprueba los exámenes que le permiten acceder a un selecto grupo profesional.

Con un poco de suerte, si su elección ha sido la de judicatura y resulta que hay un puesto libre en algún remoto municipio, comienza a ejercer su profesión. Como hace algunos años que no se crean nuevos juzgados con plazas de juez, lo más seguro es que de momento acabe como JED (juez en expectativa de destino). Su propio nombre nos da una idea del mismo.

Cuando por fin ocupa su tan ansiada plaza, se encuentra en una posición envidiable. Nadie, o eso espero, pasa por ese duro proceso sin vocación. Así que nos encontramos a ese ya no tan jovencito, o jovencita, (pues el tiempo se ha ido deslizando subrepticiamente entre sus dedos mientras pasaba las páginas de algún código) dueño de un despacho, una toga y el tratamiento de señoría en una oficina judicial. Según la Ley Orgánica del Poder Judicial los jueces y magistrados son, entre otras cualidades, independientes en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales. Independientes frente a todos: los ciudadanos y las autoridades están obligados a acatar sus resoluciones cuando éstas adquieran firmeza; están obligados a prestarles su colaboración; y ningún tribunal jerárquicamente superior puede cuestionar sus decisiones.

En el proceso penal, estos jueces se encargan de la instrucción de los procedimientos. Hagamos un inciso para entender el concepto: según el sistema jurídico español, uno de los principios que rigen la jurisdicción criminal es el acusatorio. Otro es el derecho a un juez imparcial. Esto se traduce en dos fases procesales: por un lado, tenemos la instrucción, es decir, la investigación de los hechos y la búsqueda del presunto culpable que se lleva a cabo, valga la redundancia, por el juez de instrucción.

Una vez que tenemos los hechos investigados y un procesado frenteal cual actuar (pues en caso contrario se dicta auto de sobreseimiento), pasamos a la fase de juicio oral, en la cual otro juez distinto al que instruyó, o investigó el caso, se encarga del enjuiciamiento propiamente dicho.

Esto es así porque, debido a que los jueces han de ser imparciales, se considera que aquel que instruye el proceso está contaminado por la investigación, y sería parcial a la hora de procesar. De hecho, es causa de recusación el que un mismo juez se encargue de instruir y de enjuiciar.

Pues bien, volvamos a ese jovencito o jovencita que con tanto sacrificio y poca vida se sacó las oposiciones. Tanto si fue por elección como porque no la tuvo debido a su nota, resulta que se encuentra en la fiscalía y no en la judicatura. En este caso, está inmerso en una institución que, lejos de ser imparcial, es puramente jerárquica.

Los miembros de la Carrera Fiscal están equiparados en honores, categorías y retribuciones a los de la Carrera Judicial: abogado-fiscal, equiparado a juez, fiscal, equiparado a magistrado, y fiscal de Sala del Tribunal Supremo, equiparado a magistrado del mismo. Pero todo fiscal está irremisiblemente subordinado a sus superiores. Es decir, tiene una capacidad de actuación limitada. Porque no puede dar un paso ni tomar decisión alguna por sí mismo.

Un juez de pueblo no tiene que rendir cuentas a un magistrado del Tribunal Supremo por ninguna resolución judicial que dicte, salvando el derecho del perjudicado a recurrir a una instancia superior mediante un recurso. En cambio, sus compañeros de la carrera fiscal tienen que dar cuenta de sus actuaciones ante sus superiores. Y si vamos subiendo, su supremo superior, el Fiscal General del Estado, es nombrado y cesado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial y previa valoración de su idoneidad por la comisión correspondiente del Congreso de los Diputados. Vamos, ejecutivo puro y duro.

Y en esa tesitura nos encontramos. No sería tan grave si no fuese porque, gracias a la Unión Europea, nos cuelan la figura del fiscal europeo delegado, y la del juez de garantías.

Esto se traduce en que en un corto periodo de tiempo nos encontraremos con que la instrucción de un proceso se va a llevar a cabo por un miembro no de la carrera judicial, independiente, inamovible, etc. sino por un miembro de la carrera fiscal, sometido a la unidad de actuación y a la dependencia jerárquica. Es lo que se estila en Europa. No hablemos ya de Estados Unidos, donde los fiscales están directamente subvencionados por los políticos.

Pero… un momento. Resulta que una gran mayoría de los ahora jueces de instrucción van a ser reconvertidos en jueces de garantías, para que supervisen los procedimientos y velen por la legalidad. ¡Ya! Vano intento.  A mí me recuerdan a esos exfuncionarios de Europa del Este a los que, una vez caído el comunismo, tenían que dar salida, y les acomodan en el nuevo régimen como encargados de recoger los tenedores que caen al suelo en un restaurante, o de suministrar pedazos de papel higiénico en los urinarios públicos. «Cosas veredes, Sancho».

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