Cualquier intento reformista de transformar la partidocracia en una democracia está abocado al fracaso porque toda medida destinada a ello se sitúa automáticamente fuera de la constitución. Sólo cabe la ruptura democrática.

El regeneracionismo es absurdo porque no se puede volver a generar lo que nunca ha existido. Es más, el propio texto constitucional es incompatible con la democracia formal.

La constitución convierte la potencia estatal monolítica en poderes, facultades y potestades separados en origen. Si a esa separación originaria añadimos la representación, tenemos como resultado la democracia formal, marco efectivo y hábil para el ejercicio de la libertad política así consagrada.

Dicho esto, el anhelo democrático dentro del actual sistema normativo e institucional que delimita la Constitución de 1978 es absolutamente inalcanzable, de no contradecir sus propias normas de manera directa y en el núcleo duro mismo de la construcción de derecho político que contiene.

La potestad legislativa queda sustraída a la nación y entregada a los partidos con rango constitucional en el art. 68.3 al basar el criterio de elección del diputado en el sistema proporcional, absolutamente incompatible con la democracia representativa. Imposibilita el mandato imperativo entre el elector y el elegido para disolverse en una imposible representación proporcional en la que el único sujeto político reconocido es el partido político. Solo éstos y en exclusiva «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política» (art. 6).

Sepa pues el lector que cualquier intento de reforma de la ley electoral destinado a implantar falsarios sistemas mixtos como los que proponen algunos partidos aspirantes a quebrar la hegemonía bipartidista serían directamente inconstitucionales. Cuanto más el sistema de elección uninominal mayoritario por distrito. 

Por su parte, el poder ejecutivo resulta directamente de la confianza de la cámara en favor del candidato presidencial presentado por el partido ganador a través del juego de mayorías y pactos que se producen de espaldas al votante, que permanece al margen del mercadeo de escaños. La regulación positiva de tal lamentable práctica, contraria por sí misma a la separación de poderes, tiene reflejo positivo en el art. 99 de la Carta Magna, que regula el mecanismo de elección del presidente del Gobierno. Éste, conforme al art. 100, elegirá al resto de su gabinete.

Y qué decir de la facultad jurisdiccional del Estado, que tan siquiera tiene reconocimiento institucional expreso en la Constitución que en su art. 117.1 acoge la independencia personal de jueces y magistrados, pero no la independencia funcional, presupuestaria ni orgánica de la Justicia. Es decir, y en suma, tan solo las virtudes que deben adornar a todo buen juzgador dejando el poder institucional a la clase política.

Por tanto, cualquier intento de instaurar una democracia en España es incompatible con la Constitución de 1978. La acción humana para alcanzarla se llama república constitucional.

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