El despacho del abogado. Marinus van Reymerswaele. 1545. Museo de Arte de Nueva Orleans.

Días atrás, ocupado en mi despacho en los quehaceres de la profesión, recibí un correo del Colegio de Abogados de Madrid para recordarme que me hago viejo. Me comunicaban el próximo cumplimiento de los veinticinco años de ejercicio invitándome al acto conmemorativo de entrega de diplomas por estas bodas de plata con la abogacía. Seguramente acuda, pero no por fervor colegial, sino por curiosidad insana de ver como pasa el tiempo por los demás y por supuesto por el placer, éste sí sano, de saludar a compañeros de mi antigüedad dedicados a esta labor de pedir justicia, e intercambiar experiencias.

Hace veinticinco años todavía no existía la Ley sobre el acceso a las profesiones de la Abogacía y la Procura que hoy en día obliga a cursar estudios de postgrado, someterse a un practicum y pasar un examen de capacitación para colegiarse y, por ende, para ejercer. Una norma que, en lugar de introducir una mejora formativa en la enseñanza universitaria, puso en manos de colegios y grandes despachos colectivos la llave de la habilitación profesional.

Hace veinticinco años, el carácter vocacional del ejercicio profesional de la jurispericia articulaba espontáneamente los mecanismos para obtener el conocimiento práctico preciso en toda arte de ejercicio liberal. La pasantía, sin ir más lejos, y la formación voluntaria en el derecho han producido en España grandes abogados y procuradores sin necesidad de que nadie regule su acceso a unas profesiones especialmente crueles e implacables con la desidia y la formación deficiente. Se creaban artesanos de la justicia.

Hace veinticinco años la progresiva burocratización de la justicia que padecemos no había dado esta vuelta de tuerca que confirió más poder a los colegios en demérito de la autonomía profesional. La Ley sobre el acceso a las profesiones de la Abogacía y la Procura puso en manos de aquellos la capacitación profesional gestionando y otorgando licencias de ejercicio con un sistema de cursos y prácticas en despachos cuya homologación corresponde a la misma administración corporativa.  No es de extrañar que macrodespachos multimillonarios y personajes incombustibles acostumbrados a medrar al calor del poder político intenten copar Decanatos de Colegios, sabedores del poder que ello supone y del importante presupuesto público a manejar.

Hace veinticinco años, sin embargo, la auténtica clave de la cuestión colegial seguía siendo la misma: La obligatoriedad de la integración de abogados y procuradores en colegios profesionales configurados como órganos administrativos cuyo presupuesto y medios dependen en su mayor parte de asignaciones presupuestarias, lo que coarta la imprescindible independencia en el ejercicio de la profesión al atribuir a esta administración corporativa facultades reguladoras y disciplinarias.

Hace veinticinco años, al igual que hoy, la imprescindible independencia profesional del abogado exigía que éste no sea tan solo colaborador de la justicia, sino miembro de pleno derecho de la jurisdicción. Y ello se consigue por dos medios imprescindibles: el primero, que sean parte activa en el cuerpo electoral que elija un auténtico órgano de gobierno de la vida judicial en concurrencia con todo el mundo jurídico. El segundo, que se suprima la obligatoriedad de la colegiación atribuyendo a los Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) las facultades de censo, control del cumplimiento de las condiciones académicas de acceso a la profesión y deontológico, de la actividad profesional. De la misma forma, la provisión de los medios y fondos necesarios para la digna existencia de una justicia gratuita para aquellos que no puedan asumir los costes de una asistencia jurídica de pago debe corresponder a los propios TSJ, organizando y sufragando el correspondiente turno de oficio con el presupuesto propio de una facultad jurisdiccional separada en origen.

Hace veinticinco años, no existía independencia de la justicia. Como hoy.

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