Carlos Luis Napoleón Bonaparte (Napoleón III).

El conocimiento de la historia de la Unión Europea es muy deficiente en las universidades y en los medios de comunicación. Para comprender lo que significa la Constitución de la UE, para que los europeos puedan ratificarla o rechazarla a sabiendas de lo que hacen, sería necesario poner a su alcance no sólo el significado de la unión económica y monetaria que la fundamenta y justifica, sino lo que esa Constitución representa para el frustrado movimiento histórico hacia la unidad política de Europa.

En ninguna parte está escrito, salvo en el pensamiento marxista, que la determinación económica unitaria conducirá por sí misma a la superdeterminación política de una nueva entidad independiente. El momento constituyente de la UE está coincidiendo con las mayores manifestaciones de su división política. Este contradictorio fenómeno guarda profundas analogías con lo que sucedió en Europa durante los veinte años que transcurrieron entre la subida al poder de Napoleón III (1851) y la guerra franco-prusiana (1871).

Aquel período romántico hizo compatible una zona de libre cambio con los nacionalismos de liberación, consagrados con las unificaciones de Italia y Alemania. Entonces surgió el ideal de los «Estados Unidos de Europa». Esta expresión, formulada durante las revoluciones de 1848 y difundida por el propio Luis Napoleón, no se refería a la unión de los Príncipes o los Estados, sino a la federación de las Naciones. La unificación mercantil de Europa, en un contexto de división nacionalista, encontró su doctrina económica en Adam Smith, su iniciativa gubernamental en Richard Cobden, su planificación sistemática en Michel Chevalier, su ideología política en Mazzini y su propagandista en Hugo.

A principios de 1860 se bajaron drásticamente las tarifas aduaneras entre Inglaterra y Francia. Salvo Rusia, todos los países, incluso Alemania (Zollverein), abandonaron el proteccionismo. La libre circulación de mercancías, personas y capitales, junto a la libertad de establecimiento de empresas, hicieron de Europa casi una zona de libre cambio. En 1865, Francia, Bélgica, Suiza e Italia crearon la «Unión monetaria latina», a la que se adhirieron Hungría y Austria. El franco francés era la referencia de las monedas nacionales en España, Grecia, Serbia, Rumania y Finlandia. Pero Bismarck, para dotarse de una potente industria militar, suprimió el Zollverein, creó el marco alemán y adoptó el «Sistema nacional» de la política económica propugnada por Fréderic List, contra el «Sistema cosmopolita» de la Riqueza de las Naciones de Adam Smith.

La idea romántica de Europa, iniciada por filósofos alemanes, italianos, franceses y polacos, concibió la federación de los pueblos nacionales como una estación intermedia entre la Nación y la Humanidad. El concepto clave era la «transfiguración» de las naciones en cuerpos sustanciales de una sola humanidad, mediante la transformación de los nacionalismos en nacionalidades. Por su contenido utópico mereció el canto de los mejores poetas de aquel tiempo, desde Heine y Lamartine a Victor Hugo, a la vez que el desprecio de los practicantes de la «Realpolitik», inaugurada por Bismarck y juzgada entonces como muestra de cinismo.

La guerra franco-prusiana, motivada en última instancia por la intransigencia de la emperatriz Eugenia de Montijo respecto a la cuestión española (veto francés a un rey alemán, finalmente sería el italiano Amadeo de Saboya), impuso la razón política del Estado nacional sobre la razón romántica de la conciencia europea. De aquella época idealista e industriosa queda el testimonio del Canal de Suez y el recuerdo de la primera República española (1873), la que se inspiró en el principio federalista de Proudhon (asumido por Pí y Margall), cuando este principio había sido abandonado en toda Europa, salvo en la Confederación de los cantones helvéticos.

*Publicado en el diario La razón el lunes 14 de julio de 2003.

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