En las situaciones políticas de peligro colectivo, como en las dictaduras o en las ocupaciones de un ejército invasor, la lucidez de la mente individual inventa caminos inéditos de salvación colectiva. Pero muy pocas personas se atreven a recorrerlos. La mayoría se resigna, se adapta a las situaciones indignas sin oponer resistencia, con la esperanza de vivir desapercibida o de medrar en la hostilidad contra su propio pueblo.

Se suele creer que las acciones heroicas engendran pensamientos utópicos. Pero la historia nos ofrece numerosos ejemplos que desmienten esta vulgar creencia. Es el realismo de las ideas comunes de libertad e independencia quien engendra el heroísmo de las acciones. Todos los movimientos de resistencia realizaron ideales nobles en la lucha, aunque sus mejores cabezas sospecharon siempre que el retorno a la normalidad los haría parecer ingenuos o desestabilizadores. Esto le sucedió a la resistencia europea contra el nazismo. En el combate contra un mismo enemigo nació la idea de un Estado federal de Europa. Esta idea realista se disolvió luego de la victoria, para no desestabilizar la alianza de EE UU y la URSS de Stalin, bajo el pretexto de que era una quimera.

Cuando Churchill propuso en Zurich (1946) la constitución de una «suerte de Estados Unidos de Europa» no hizo más que consagrar el tipo de unidad política que venía propugnando la resistencia al nazismo, desde el campo de prisioneros en la isla Ventonete (1942) hasta el congreso secreto de Ginebra (1944), adonde acudieron militantes clandestinos de Dinamarca, Francia, Italia, Noruega, Países Bajos, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Alemania. Ese tipo de unidad, la Unión federal con un gobierno responsable ante el pueblo europeo y un solo ejército, era para ellos la llave maestra de la paz del mundo.

Valerosos jóvenes intelectuales salidos de la resistencia organizaron el Congreso federalista de Montreux en septiembre de 1947, antecedente inmediato del Movimiento Europeo creado en el Congreso de La Haya de 7 de mayo de 1948. Tuve el honor de trabar amistad con uno de ellos, Spinelli, cuando era Comisario del Mercado Común. A él debo información de primera mano sobre las maniobras del Reino Unido para hacer inoperante el Consejo de Europa, en 1949, y las mezquindades nacionalistas del Parlamento francés para no ratificar, el 30 de agosto de 1954, la Comunidad Europea de Defensa, cuyo art. 38 declaraba que el ejército no podía ser más que la herramienta de una política exterior independiente.

Si la resistencia física ofrecida por el mundo exterior (la antitipia de los estoicos) constituye la prueba de su existencia real, con mayor fundamento se puede sostener que la resistencia moral de la voluntad de acción contra la falta de libertad constituye la libertad misma. Los movimientos de resistencia europea contra el nazismo no combatían en nombre de Europa. Era su combate coordinado en distintos pueblos por un mismo fin el que la constituía. Lo que me admira en la experiencia de aquella resistencia no es tanto el heroísmo de las voluntades, que también se dio en los ejércitos antagónicos, como el antídoto intelectual de la federación de Europa que la lucha clandestina generaba para garantía de la paz futura.

Poetas y novelistas han cantado ciertas hazañas aisladas y muchas vidas anónimas sacrificadas en las resistencias de retaguardia. Pero ninguna filosofía política, salvo en algunos aspectos la de Locke, ha basado en la resistencia política el fundamento de las ideas de libertad (o de Europa) que la propia experiencia de la resistencia constituyó como saber. Un antiguo resistente sabe mejor que todos los constitucionalistas lo que es libertad e independencia de Europa. El euroescepticismo y el funcionalismo de la UE no vienen de la resistencia al nazismo, ni del horror a la guerra, sino de la economía de postguerra. Su Constitución no es más que un Estatuto.

*Publicado en el diario La Razón el 7 de julio de 2003. 

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