Uno de los problemas seculares de la sociedad española es la carencia de una élite intelectual que aúne voluntad y capacidad para resolver los problemas colectivos, pasando —y he aquí lo difícil— por encima de las estructuras clientelares. Esto es buscar el tipo de organización institucional adecuado para impedir la corrupción sistémica y el abuso de poder, consagrando la igualdad de derechos y la libertad política. Cuando alguien ha proclamado algo semejante, como poco ha sido denostado y silenciado. Es por ello que los pensadores patrios que han aspirado a un reconocimiento oficial que les garantizase cierto estatus social —algo, esto último, por cierto muy humano, que en España permanece subordinado a lo primero— se han limitado a dar consejos programáticos a las minorías dirigentes, arriesgándose, a lo sumo, a decantarse por una facción. Pero eso de cuestionar las normas constitucionales del poder, jamás. Así, con el transcurso del tiempo, los intelectuales son orgánicos o marginados.   En este panorama, y ante tan acusada falta de práctica, cuando se llega a una situación límite, como parece la actual, los prebostes de la comunicación valerosos hasta aparentar sólo semioficialidad se atreven a solicitar una reforma para, como ellos mismos dicen, salvar el sistema. Uno de los más señalados, César Vidal, arroja luz en su blog sobre el adecuado contenido de ésta. Como no puedo ser exhaustivo, me centraré en los dos puntos más significativos. En quinto lugar, don César nos propone “reformar el sistema electoral mediante listas abiertas que obliguen a responder a los candidatos ante el pueblo y no ante las cúpulas de los partidos”. Si de evitar el mal que denuncia sinceramente se trata, semejante demostración de estupidez —es de Perogrullo que en los sistemas de lista, sean abiertas o cerradas, el poder sobre los candidatos lo tiene quién les incluye en la lista— resulta compensada por su posibilismo —al fin y al cabo, son los partidos políticos los que pueden hacer la reforma, así las cúpulas no perderían su poder y maquillarían estupendamente la cosa—. Vidal nos insiste al respecto en su sexta moción: “reformar el sistema electoral mediante listas únicas de carácter nacional que otorguen a los partidos una representación proporcional a sus votos”. Ahora aquí, don César reconoce que la representación es cosa de los partidos. Y es que las listas abiertas, aparte de su nula influencia, perderían su levísima diferencia en una circunscripción nacional. Eso sí, aquellos ilusos que se lo tomasen en serio, se iban a entretener de lo lindo ordenando listas de varios centenares de desconocidos. (Nótese que César Vidal ni siquiera se aproxima a una combinación con distritos uninominales de candidato de partido, como la propuesta por José Bono).   Pero,   lo  que  realmente   pone  los  vellos de punta en este episodio (uno más), es que una de las personas de mayor influencia y reputación a la hora de analizar y juzgar la realidad sociopolítica española, y con un buen número de seguidores, sea capaz de publicar tan sonora memez. Desgraciadamente es así: la síntesis entre estatus e inteligencia, intrínseca a la condición de intelectual orgánico, con la mejor de las intenciones sólo puede producir una empanada.

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