Jorge Santayana El viajero Este viajero no vagabundea ni se abandona a la deriva; no busca las intensas experiencias que excitan al aventurero ni colecciona estampas, sensaciones y anécdotas con la avidez del turista que quiere amortizar a toda costa su gasto vacacional. Con su carácter y rico bagaje cultural (omnia mea mecum porto o “todas mis cosas las llevo conmigo”) discurre por la derecha y la izquierda de los lugares porque necesita ver ambos lados y no situarse en ninguno para poder abrazar y cantar a los dos, así como “amar las diferentes formas que lo bueno y lo bello presentan en criaturas distintas”. Su autobiografía tenía que llamarse “Personas y lugares” ya que su vida consistió en una atenta reflexión sobre éstos.   Aunque no considera que el bien y el mal sean indistinguibles, sí tiene presente siempre las carencias y errores de nuestra percepción natural. El “don de la risa”, confiesa Santayana, “me ha ayudado a percibir esos defectos como a resignarme a ellos”. Pero este sabio viajero recompone lo que ve a partir de lo que ya ha visto, corrigiendo la perspectiva de su visión.   Huésped  permanente   de   las  letras  anglo-   norteamericanas, afirmaba que el estudio de las humanidades nos introduce en la historia de la vida y la mente humanas pero no es la búsqueda de la ciencia ni de la salvación. Además creía que la educación universitaria era un fin en sí mismo, y que por tanto no debía estar al servicio del mercado laboral. Una herencia le permite renunciar a su cátedra de Harvard, instalarse en Roma, dedicarse a escribir, viajar por Italia (a Santayana le hubiera gustado vivir en la época del Renacimiento), Grecia y Oriente Medio, y en definitiva emocionarse con la belleza, esa “purga de la superficialidad”.   El filósofo tiene ante sí una visión sublime, un amplio paisaje de verdades. “El orden que revela en el mundo es algo hermoso, trágico, emocionante; es justamente lo que, en mayor o menor proporción, se esfuerzan todos los poetas en alcanzar”. Pero el conocimiento de lo que nos rodea no se agota en su mera contemplación sino que se despliega en la acción expresando un “instinto racional o una razón instintiva, la fe creciente de un animal que vive en un mundo al que puede observar, y a veces, remodelar”. Por supuesto, el autor de “La Vida de la Razón” denunció la inutilidad de las instituciones parlamentarias.

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