Advierte Hannah Arendt en su discurso “Sobre la violencia” del peligro de que “el fin se vea superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo”. Aunque su reflexión apunta a la relación entre medios y fines en el campo específico de la violencia bélica, el aserto puede hacerse extensivo a multitud de terrenos menos traumáticos y más cotidianos.   Con su reflexión, Hannah Arendt llega al umbral del lado verdaderamente escabroso del asunto: el fenómeno por el cual los medios se emancipan de una conexión racional con los fines que aparentemente persiguen, imponiendo su ley y no dejando a los objetivos proclamados más opción que sujetarse a los verdaderos dueños y señores de la siniestra función. Huelga señalar que sólo el más empecinado ‘wishful thinking’ puede mantener el dogma de la racionalidad instrumental de las armas y negarse a ver el poder de persuasión que las armas ejercen sobre quien las porta: las armas confieren poder, y el más terrible de todos los poderes, el poder de vida o muerte; y el poder no es sólo un medio para designios ulteriores; es también un fin en sí mismo. Cualquier polemología que rechace de plano siquiera el planteamiento de esta posibilidad estará abocada al fracaso.   Con su inteligente reflexión Hannah Arendt responde, siquiera sin pretenderlo, a la arrogancia intelectual del Friedrich Engels del ‘Antidühring’, donde la racionalización instrumental de la guerra se expresaba en términos contundentes: “El ejemplo pueril expresamente inventado por el señor Dühring para probar que la violencia es el factor históricamente fundamental demuestra en realidad que la violencia es sólo el medio y el fin es en cambio el provecho económico. Y de la misma forma que los fines son más importantes que los medios para lograrlos, en la historia es más importante el aspecto económico de las relaciones que el político”. Hannah Arendt no acertó a ver un mundo tan racional como el que Engels, por exigencias ideológicas, se impuso. Las ideologías hijas de la Ilustración, ya sea el liberalismo o el marxismo, no pueden aceptar fenómenos para los cuales la teoría carezca de explicación: o bien los expulsan a la categoría de contingencias carentes de significado, al modo en que Hegel condenaba a “corrupta existencia” todo aquello que no se sujetase al plan divino de la “Historia Universal”, o bien los someten a la constrictiva ortopedia de un armazón teórico que malamente puede dejar de distorsionar los hechos mismos. La racionalización de Engels responde a esta limitación.   Pero el apunte de Hannah Arendt es fecundo no sólo para los trágicos asuntos de la guerra, sino también para los más prosaicos asuntos de la burocracia. La emancipación de la burocracia como casta permanente, que somete a su propia existencia los fines a cuyo servicio, presuntamente, está, es un fenómeno generalizado en los llamados modernos Estados de masas.

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