Las bodas de Tetis y Peleo. Jacques Jordaens, 1638. Museo del Prado

¿Qué puede significar «Estado de derecho» en nuestra situación política de Estado de partidos?

El Estado de Derecho viene a ser, en principio, el Estado regido por las leyes, pero la historia nos enseña que toda forma política, ya sea polis, reino, república, Imperio o Estado, incluyendo el Estado de partidos, se ha organizado mediante normas jurídicas, es decir, no podemos apreciar el verdadero significado distintivo o específico del moderno sintagma «Estado de derecho» ya que sería una simple redundancia en los términos.

El Estado de partidos, en segundo lugar, al no tener una verdadera constitución – resultado de la libertad constituyente,  que separe en origen los poderes ejecutivo y legislativo y garantice la independencia judicial– solo podría alegar al respecto que derecho, en la expresión «Estado de Derecho», sería sinónimo de simple legislación, y, por tanto, significaría un simple «Estado de legislación»: un Estado (moderno) sin gobierno democrático, o un simple gobierno (no democrático) con legislación.

Se podría pensar, de igual manera y por esta razón, que el Estado de partidos convierte al Estado de Derecho en un  Estado parlamentario o en un Estado moderno liberal, pues es en el parlamento, órgano de la representación de la nación política, donde se aprueban las leyes que guían a los gobernados; sin embargo, dicha  idea de legislación no deja de ser, en la partidocracia, un estroma – o tejido conjuntivo– que oculta la verdad política de que esas leyes son, en esencia, las propuestas o decisiones del Gobierno, es decir, que no son verdaderas leyes del parlamento de la nación. Y ello es así debido a que los representantes en el parlamento son representantes del jefe del partido en el gobierno y no exactamente los representantes políticos de los distritos o mónadas electorales en los que se dividiría la nación política.

Una conclusión provisional, según esto, es que el Estado de derecho es el «Estado de la ley», es decir, el Estado que impone la Ley por encima del capricho del individuo o del Gobierno en todo momento y circunstancia.

Esta idea del Estado de Derecho  como Estado de la Ley, si fuera verdad, ya sería un gran avance político, pero los recientes casos – entre otros muchos–, nacionales e internacionales, de un ministro del Interior –Marlaska– que, presuntamente, impide o intenta impedir la labor de investigación de un juez  en el caso de la pandemia de la COVID-19  o  el caso del abuso de la violencia policial en EEUU con resultado de muerte – George Floyd –, muestran que la ley no se puede imponer sobre la acción del Gobierno – poder ejecutivo– sin el control judicial.

Lo que quiere decir, en una conclusión definitiva, que Estado de Derecho, si significa algo, es Estado de los jueces, desde los de primera instancia al Tribunal Supremo, porque son ellos los que tienen la potestad de interpretar de derecho y hacer cumplir lo juzgado.

Por lo que, ahora sí, después de este ejercicio de filosofía política «estromática», podemos concluir que Estado de derecho viene a significar Estado de los jueces, ¿pero a qué tipos de jueces y a qué tipo de gobierno nos referimos, cuando constatamos que el Estado de los jueces necesita, de nuevo, del poder ejecutivo para hacer ejecutar materialmente sus decisiones?

Como se puede comprobar en los dos casos mencionados, el de Marlaska/ Pérez de los Cobos/juez y el de policía de Mineápolis/George Floyd, si el poder ejecutivo, en definitiva el Estado, se niega a cumplir las decisiones judiciales, estas serían simple papel mojado. Por lo que todas las preguntas anteriores se resumen en otra pregunta fundamental:

¿El Estado de partidos impide que el Estado de los jueces sea un simple estroma que oculta el Estado del gobierno no democrático u oligarquía de partidos?

 La experiencia y el análisis racional de la política indican que sí, es decir, que el Estado de los jueces es una apariencia que oculta simplemente un Estado reducido al gobierno, un gobierno no democrático.

Sin embargo, podría alegarse que esta dependencia en la ejecución material de las decisiones de los jueces no significa que la potestad judicial no tenga o no deba tener o mantener su independencia y funcionamiento autónomo del Gobierno y de la jefatura del Estado.

Podría alegarse ciertamente esta objeción, pero enseguida nos podemos dar cuenta de que la democracia formal no puede limitarse a un simple formalismo democrático, es decir, que la independencia de los jueces sea una simple separación de funciones en la que las resoluciones judiciales puedan no cumplirse por el poder ejecutivo. De ahí la urgencia de un auténtico cuerpo de policía judicial, dependiente orgánica y funcionalmente de los jueces, que cumpla en todo caso las órdenes de estos, tanto en la investigación como en la ejecución de lo juzgado, y la posibilidad de que la potestad judicial pueda implicar, in extremis, el cese del jefe del Gobierno cuando una condena acarrease su inhabilitación.

La democracia formal  exige, por sí misma,  que la potestad judicial sea realmente ejecutiva por parte del Gobierno o de su policía judicial, es decir, que la democracia formal de la que hablara Antonio García-Trevijano  necesita la potestad independiente  de los jueces y no sólo su autoridad jurisprudencial (auctorĭtas), ya que de lo contrario no habría control del poder.

Por ello proponemos a los españoles conquistar la libertad política a través mediante la acción colectiva para alcanzar un período de libertad constituyente, superando pasiones de servidumbre y rémoras del pasado. Porque España necesita:

– Respeto entre los españoles, respeto a la asimilación de las mejores capacidades, individuos y valores. Respeto que no quiere decir consenso.

– Un desarrollo económico equilibrado, basado en la innovación, que sin duda permitiría un crecimiento de la riqueza y una distribución de la misma más adecuada al interés general.

– Aptitud para el pensamiento abstracto. En filosofía política es necesario volver a la razón de los juristas, es decir, a la razón del derecho y no sólo de la legislación.

– Recuperar valores culturales y sociales y el debate de ideas.

– Acceso a los dones más altos del espíritu, el ser consciente de los ideales de la libertad colectiva.

– Firmeza y valentía civil y política.

– Capacidad para desarrollar una acción ciudadana articulada y constante, para que la política no olvide que el poder está en la nación, no repartida entre una oligarquía de partidos.

– El rechazo de toda bravuconería bronca en aras de la adopción de modales refinados y corteses,

– Unas mejores formas privilegiadas en el empleo del ocio individual y colectivo,

– El aprecio por la obra bien hecha frente a la improvisación chapucera y el fraude pactado.

– Y un cambio de actitud consistente en abandonar todo conformismo, tranquilidad y acomodo hacia el poder más próximo o elevado.

En conclusión, un sistema político que haga imposibles las afirmaciones de los sofistas Anacarsis y Trasímaco:

«Las leyes son como las telas de araña, que rompe cuando quiere el fuerte, poderoso o rico como un pájaro, mientras que sufren los débiles como mosquitos su rigor». Anacarsis, siglo VI a. C.

«Lo justo (el derecho) no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte». Trasímaco, s. IV a C.

Y haga posible lo que lo que dijo Hesíodo en Trabajos y días:

 «Para que los mortales no hagan como los animales, que se comen unos a otros, Zeus les dio la justicia».

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