Las ideas generales que los gobernantes acuñan y lanzan en el torrente de la circulación mediática no son más que la cáscara de la podredumbre del régimen, que sólo unos pocos se atreven a romper y desechar. En esta situación, los pueblos se conforman con ciertos convencionalismos irracionales como si fuesen principios políticos, bastándoles con exigir de sus gobiernos, alguna que otra concesión de forma y de lenguaje. Las ofrendas que los oligarcas dejan al pie de los toscos ídolos de la ignorancia pública son bagatelas: hacen lo que quieren, llenándose la boca de filfa democrática, promulgan leyes en nombre del pueblo y, consumados demagogos, no paran de invocar la igualdad.   Kant decía que los preceptos aprendidos de sacerdotes o filósofos nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud. En el paisaje de fealdad moral que nos circunda, en medio del agobio que el deshonor produce, y frente a las ventajas materiales con que la maldad impide la digna alegría, el movimiento instintivo de la propia estimación que una indebida e inesperada dimisión supone, es una formidable sacudida de la conciencia colectiva, una forma de promover la ética social desde la estética personal.   “Cuando alguien dimite es un cobarde o tiene algo que ocultar”, decía el ex presidente del Real Madrid desconociendo, tal como la inefable Magdalena Álvarez o Mariano Rajoy (que se niega a irse de la jefatura del PP aunque éste pierda las próximas elecciones europeas), la sublime función de una dimisión sin el más leve asomo de culpa.   Ese elegante y espontáneo desprendimiento que una dimisión por dignidad constituye resulta inconcebible en la sórdida existencia estatal de los cargos públicos españoles. Ninguna renuncia de éstos ha purificado el ambiente, ningún dimisionario, con la ejemplar belleza de un acto moral, ha provocado una verdadera catarsis. Hechas a destiempo, debidas a una culpa inocultable, o para evitar una destitución vergonzante después de un largo intento de permanecer en el cargo; “chivos” que se sacrifican por sus compañeros de fechorías, retiradas donde se calculan las conveniencias de poder personal, o aquella huida de Suárez para apartarse de la senda de los elefantes blancos: todas estas dimisiones han seguido promoviendo la degeneración de las costumbres políticas.   Mariano Rajoy (foto: Contando Estrelas)

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