Muestra de «El bufón el Primo» (Diego Velázquez, 1644).

La exhibición de impudicia de algunos autoproclamados intelectuales es clamorosa en su desfachatez. Así, esos tertulianos que en vida del gigante del pensamiento que fue Antonio García-Trevijano se sabían a su vera liliputienses opinadores y que asentían con ostentosos cabezazos —sin chistar, no digamos ya sin enfrentarse— a las sabias palabras del que sabía más, y a más se atrevía, hoy se alzan con digna pose y discuten a los muertos, a los que en vida nunca se atrevieron, sabedores de la imposibilidad de que por ellos puedan ser ahora respondidos.

No les haremos desde aquí el servicio de nombrarlos, que para ser reconocidos no es menester sino dejarlos hablar, que al canalla le basta saberse impune para que se manifieste como lo que es.

Y no tardaron, no. Alguno se creció en su vileza al día siguiente de que despidiésemos el cuerpo del maestro, y su lengua viperina se permitió despreciar con deje de superioridad intelectual y moral a quien en vida nunca discutió ni insultó ni menospreció, más bien al contrario, pasó por su casa en demanda de consejo y enseñanza. El veneno que supuró, en la certeza de que ya sí que no podría contestarle, le manaba del corazón, resentido en su complejo de inferioridad. Sí, será un complejo, pero también era una inferioridad, abismal y manifiesta.

En fin, se cumple con creces el dicho propio de todos los cobardes que se ocultan tras el muy tupido velo de su vanidad: «a moro muerto gran lanzada».

Y así, campea por otras tierras bajo el lema que tan propio le es de «acudir siempre presuroso en defensa del vencedor», sin percatarse de que él será un vivo, pero es un vivo que huye.

Y el gigante Trevijano sigue creciendo, porque su pensamiento está vivo. Y es futuro. El futuro de libertad de la nación española.

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