(foto: lalunablanca) Si atendemos tan sólo a la hegemonía militar y a una capacidad de consumo que parecía ilimitada, no es difícil asociar la decadencia de la república imperial estadounidense con la de Roma, que tuvo esa doble causa: el poder del ejército y la corrupción del lujo. Con las legiones obtuvieron el dominio del mundo, y con él, la molicie y el derroche. El “american way of life” requiere fuentes inagotables de energía y un endeudamiento cada vez mayor. Y el acceso al crédito, en medio de la inseguridad y desconfianza económicas, no resulta tan factible como la toma “manu militari” de los pozos de petróleo, salvo que se considere la nacionalización de los bancos, algo anatematizado en aquellos lares. La consideración social de la libertad económica sin intervenciones estatales; la sacralización de los dólares que se embolsan los predestinados al éxito; el peso de las grandes corporaciones en la financiación de las costosas campañas electorales, y por tanto, su capacidad de influencia posterior; la ilusión general de los beneficios ininterrumpidamente rápidos que procura el capital especulativo; todos ellos, factores a los que podemos acudir para atisbar cómo se ha formado esa nube tóxica que amenaza con destruir el sistema financiero. Sin embargo, más allá de fáciles explicaciones a posteriori, y del flagrante agravio comparativo de esos arruinados o fracasados banqueros que tienen el privilegio de ser rescatados, lo más necesario sería idear, tras la observación e interpretación de estos hechos que conmocionan al mundo, nuevos enunciados políticos, inteligentes mecanismos institucionales que controlen o limiten el potencial destructor de la economía financiera. En el diálogo platónico que lleva su nombre, Protágoras fundamenta la legitimidad de la democracia en la posibilidad que tiene el hombre de poseer el conocimiento que le permite, frente a los técnicos, zanjar las cuestiones propiamente políticas. Los carpinteros de ribera construyen los trirremes, pero es el pueblo quien decide que hay que construirlos. La distancia entre los ciudadanos y sus instituciones y leyes resulta insalvable, donde éstas predominan sobre aquéllas como si fuesen independientes de sus auténticos creadores. En España, esa brecha abierta por los partidos estatales y el mandarinismo financiero, sólo la puede cerrar la acción de la libertad política.

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