Javier Cercas, autor de un libro de previsible éxito editorial sobre el golpe de estado del 23-F, ha manifestado haber contemplado la posibilidad de titular su libro con el artificio retórico de “Ética de la traición”, aludiendo con ello al comportamiento de Gutiérrez Mellado, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo: “traición a un error para construir un acierto”. Javier Pradera, en el panegírico que, junto a Joaquín Estefanía y Miguel Ángel Aguilar, ha dedicado EL PAIS al libro en cuestión, añade a la célebre dualidad de Max Weber entre la “ética de la responsabilidad” y la “ética de la convicción” esta tercera “ética de la traición”, sentando así el caso español como un nuevo paradigma histórico de una ética que la más cabal voluntad de entendimiento calificaría, sin necesidad de más juicios de valor, como oportunismo. Que el comportamiento de la clase política protagonista de aquellos acontecimientos no pueda considerarse producto de convicciones, pero tampoco de la responsabilidad del hombre público ante las consecuencias de los actos dictados por sus propias convicciones, ya debería mover a la más grave desconfianza. Al tratarse de un sistema de principios con vocación de permanencia, la ética excluye, como un cuerpo extraño, el oportunismo, que se caracteriza, precisamente, por moverse en unos márgenes siempre variables y a discreción del portador; el comportamiento del oportunista sería predecible sólo si lo fuese la imprevisible evolución de los acontecimientos a los cuales el oportunista se acomoda. Pero el oportunismo carece de la gloria que los apologetas de la grandeza histórica otorgan a la “traición”. Por eso Javier Cercas se ha abstenido de calificar de oportunista el comportamiento de los “héroes” que incluye en la nómina de esos tres grandes “traidores”.   Por lo demás, al criterio de valoración puramente estético que anima tales construcciones le conviene una expresión tan chocante y aparentemente contradictoria como “ética de la traición” –hermana gemela de una eventual “ética de la deslealtad”-, porque con ello se cumple la advertencia de aquel personaje de El Decamerón: “Entre blancas palomas añade más belleza un negro cuervo de cuanto pueda hacerlo un cándido cisne”: es la vulgar figura del contraste, utilizada también por parte de quienes se exaltan con el recuerdo de las “grandezas y miserias” de la humanidad. Por debajo de tales artificios formales, el contenido suele ser de enorme pobreza. En el supuesto de que, como ha señalado Javier Cercas, la llamada Transición Española –dejémoslo en mayúsculas, como corresponde a todo gran paradigma histórico, y la transición pretende serlo- no fuera “perfecta”, pero el resultado fuera “mucho mejor de lo que cabía esperar”, faltaría por explicar por qué razón, llegados a un punto en el cual el fantasma del “ruido de sables” ya no es creíble por el público, se le hurta a los españoles un Proceso Constituyente del que entonces carecieron. ¿Qué cuarta ética inventarán ahora estos propagandistas de la Transición para legitimar esta carencia?

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