La censura es la actividad estatal de control previa o de supresión posterior de contenidos publicados por cualquier medio con motivo de lo expresado, haciendo uso de su imperium administrativo.

La Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre por la que se publica el Procedimiento de Actuación contra la Desinformación puso la primera piedra sobre la rehabilitación de la censura. Desde entonces, y de nuevo apoyándose en la actual crisis sanitaria, la Unidad de Ciberseguridad de la Guardia Civil barre las redes buscando contenidos que según la ministra Celaá «sin revestir carácter delictivo, tratan de intoxicar, causar desasosiego y de manipular la opinión pública».

Ateniéndonos a la definición expuesta, puede decirse sin miedo a equivocación que estamos ante la resurrección expresa de la censura, arrogándose el Gobierno la facultad de establecer qué informaciones u opiniones son veraces para llegar al público. Sin embargo, no ya la democracia, sino ningún sistema de libertades es compatible con cualquier forma de censura purificadora por la que la administración se erija como guardiana de la verdad y del alcance de la libertad de expresión.

La absurda distinción entre «democracia tolerante» y «democracia militante» sirve para estas tropelías, cuando lo que no existe es democracia formal. Y no lo decimos quienes sostenemos esa falta de democracia como reglas de juego, sino incluso el propio Tribunal Constitucional de esta monarquía de partidos, cuando en su sentencia 6/1988 dice que «las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que, de imponerse la verdad como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio».

No existe, por tanto, un bien jurídico superior que justifique la censura. El esfuerzo y recompensa de identificar la mentira y la verdad, y la discriminación entre medios fiables o no es tan personal como la elección de la pareja o de la dieta, por poner dos ejemplos. Tanto como las consecuencias de esa elección.

Otra cosa distinta con la que se suele confundir una acción puramente estatal, como es la censura, es la negativa a publicar contenidos con los que no se esté de acuerdo en espacios o medios particulares. En este caso no puede hablarse de censura, sino de la vis negativa del derecho a la libertad de expresión como voluntad de no divulgar opiniones contrarias a la propia.

Como dijera Ayn Rand: «la libertad de expresión de los particulares incluye el derecho a no estar de acuerdo con sus antagonistas, a no escucharlos y a no financiarlos».

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