Aprendimos a convivir con el desempleo estructural (en España siempre hay más paro que en otros países europeos) y la corrupción sistémica, y ahora una enorme crisis sanitaria y una inminente crisis económica y social sin una solución clara a la vista. La gente empieza a cuestionarse el sistema sin miedo a que le tachen de antidemocrático o radical, y las consignas partidistas que animaban a votar «para poder quejarse después» o que obligaban a asumir lo que hay «porque es lo menos malo de lo posible», cada vez convencen a menos. ¿Podría ocurrir entonces que habiendo gran número de ciudadanos que coinciden en la crítica, estemos más cerca de que se produzca un cambio para mejor en nuestra forma de organización política?

La cuestión fundamental sería saber si todos pensamos lo mismo cuando pensamos en lo mejor. Esto es, si habiendo gran acuerdo en el diagnóstico coincidimos en el tratamiento a seguir. ¿Pero coincidimos en el tratamiento? Entre los españoles escépticos con nuestro sistema político abundan los que creen que el ciclo que comenzó en la Transición está agotado. Muchos piensan que ya es hora de instaurar una «verdadera democracia» y de cambiar la ley electoral. Y muchos son también los que se quejan de la corrupción, se consideran hijos de la Ilustración, se definen como republicanos y exhiben ciertas veleidades revolucionarias. Sin embargo, las mismas palabras no siempre se refieren a los mismos significados, por lo que las coincidencias son sólo aparentes. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de democracia, reforma de la ley electoral, república, Ilustración o revolución?

Cuando Juan habla de democracia piensa en la llamada democracia social donde el Estado intervenga para garantizar los derechos sociales, pero no se preocupa especialmente de la independencia de poderes ni de la libertades civiles. Para Juan más democracia significa más intervención estatal. Sin embargo, Antonio piensa en la democracia formal: un sistema verdaderamente representativo donde la independencia entre legislativo, ejecutivo y judicial sirvan para garantizar las libertades políticas e individuales.

Tampoco hay acuerdo sobre la ley electoral. Juan considera que la representación ciudadana mejoraría sustancialmente y la corrupción disminuiría si hubiese democracia interna en los partidos, cambiase la ley electoral que procura un reparto injusto de los escaños y las listas fuesen abiertas. Antonio, que ha leído a Robert Michels y conoce la ley de hierro de las oligarquías, considera que es ingenuo exigir democracia interna en los partidos de masas, pues toda organización genera siempre una élite dirigente, y es indiferente que las listas electorales sean abiertas o cerradas, pues si los candidatos están puestos por los jefes de los partidos seguirán dependiendo de ellos y sólo se representarán a sí mismos. De modo que Antonio se inclina por pensar que el mal electoral es el sistema proporcional. El verdadero cambio surgiría de la elección de candidatos en distritos uninominales. Esto es, procedimiento de mayorías. A dos vueltas si fuese necesario. De esta manera habría verdadera representación política, los políticos serían más responsables en relación con sus votantes y la corrupción disminuiría.

Cuando Juan habla de república se refiere a la segunda república, con toda la carga emocional que ésta conlleva. El republicanismo de Juan es histórico, pues considera la segunda república como un arquetipo al que hay que volver si queremos que las cosas mejoren. Hay algo de romántico y melancólico en la postura de Juan. Básicamente consiste en que deje de haber un rey y vuelva la bandera tricolor: con un presidente electo sin apenas poder ejecutivo, un cambio de bandera y un cambio de himno estaríamos en el Paraíso. ¡Bendita candidez! Sin embargo, Antonio es más esencialista y quizá un poco más racional. Y cuando habla de república piensa en un sistema donde el jefe del ejecutivo sea elegido por los ciudadanos de igual modo, aunque en distinto tiempo, que el legislativo. De esta manera se garantizaría la independencia entre el ejecutivo y el legislativo, que es lo que Antonio considera fundamental para que la libertad y la sociedad civil levanten al fin la cabeza.

Por último, sus referentes ilustrados y revolucionarios tampoco coinciden. Juan alaba a Rousseau y a la Revolución francesa y Antonio admira a Locke, Montesquieu y la Revolución estadounidense.

Me pregunto si la ciencia también dice cosas tan diferentes utilizando las mismas expresiones. Aunque me inclino por pensar que no, después de todo el científico pretende ser entendido y la clase política que padecemos, que es la que acaba por malear el significado de las palabras que al final todos confusamente utilizamos, sólo aspira a que vuelvan a votarla en las próximas elecciones.

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