El mundo como algo global resulta imperceptible, hemos de trocearlo para poder describirlo y comprenderlo. Por ello es necesario un esfuerzo de síntesis al construir una cosmovisión coherente. Pero en todo este tránsito es vital no confundir el ser con el deber ser.   Que las condiciones materiales son el punto fuerte para explicar las relaciones sociales es algo indiscutible. Tanto como que la resolución al abanico de posibilidades que aquellas abran dependa, en la mayor medida, de la capacidad de construir una versión apropiada y justificada de las mismas que arrastre una aceptación general. Sin embargo, lo común es que ella no se ciña a lo estrictamente tangible, sino que termine por remitirse a algo trascendente.   Vivimos un tiempo en el que los infantes gozan de una especial protección, cosa que suele atribuirse a unos principios morales, lo que estimula la creencia de que siempre ha sido así. Mas fueron las transformaciones socioeconómicas desde comienzos del siglo pasado, en el sentido de la primacía de un trabajo por cuenta ajena cada vez más especializado, las que hicieron perder a la familia su entidad productiva y autárquica en la que un mayor número de hijos significaban más mano de obra y bienestar, exigiéndose desde entonces una mayor inversión en la educación de los jóvenes para poder competir en el mercado laboral, lo que provocó una reducción en la descendencia. Tampoco es difícil encajar aquí la progresiva incorporación de la mujer al trabajo, con la casi duplicación de la mano de obra disponible. En estas circunstancias, los derechos de la infancia y la juventud corren parejos al control de la natalidad o a la eugenesia.   Es precisamente ahora cuando la familia alcanza su mayor valor, al ser los lazos afectivos, acompañados de un gratuito soporte subsidiario, en vez de la presión gremial y económica, su principal razón de ser. Pero en España, la jerarquía de la Iglesia Católica no confía en la mayoría de la gente común, solamente parece fijarse en la pugna ideológica y partidista del poder, atribuyendo a la legislación estatal sobre el aborto o la eutanasia la llamada “cultura de la muerte”; signo evidente de su mala conciencia ante el leviatán que ella misma participa en erigir y mantener: el Estado totalitario ordenador de la sociedad que continúa con esta Monarquía, ahora con varios partidos. Lo que subyace en el fondo de todo este asunto es la falta de libertad y verdad políticas en lo colectivo. Y la cúpula eclesiástica, expulsada del poder del Estado, busca recuperar su influencia aferrándose a su partido.   Ricardo Blázquez (foto: eitb 24)

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