Retrato de Fernando VII (Francisco de Goya, hacia 1814-1815), protagonista de «¡Vivan las caenas!» en 1814.

En el siglo XVII, Thomas Hobbes abandona los fundamentos de la teología jurídica medieval para sustituirlos por la política jurídica, tomando de aquella los elementos esenciales y segregando al hombre de Dios. Alumbra así el Estado moderno.

Si en el medievo se aplicaba la teología para resolver los asuntos terrenales a través del derecho, ahora se aplicará la política para la resolución de estos conflictos. La creación del Estado objetivo, artificio cuya finalidad máxima era impedir la guerra civil, trajo como consecuencia la politización del hombre, toda vez que la vida medieval estaba regida en su totalidad por la ley divina. El inspirador del absolutismo propone un consenso en el que las razones particulares, que son consecuencia del interés particular, se transforman en razón política mediante el pacto.

El Estado hobbesiano ofrece, sobre todo, seguridad. Seguridad ante la violencia ejercida por otros y seguridad en el mantenimiento de la propiedad y de los propios intereses. También la seguridad que impone la coacción del Estado ante el incumplimiento de la norma.

Cuatrocientos años después de aquella primera piedra, la seguridad y la politización de la esencia humana sugerida por Hobbes alcanzan su máxima cota y pleno desarrollo en los totalitarismos del siglo XX. Y, su sofisticación más precisa, en los Estados de partidos surgidos tras la II Guerra Mundial. En los totalitarismos la seguridad se garantiza mediante la coacción violenta del Estado. En los Estados de partidos mediante la manipulación, la obediencia y la servidumbre voluntaria.

Para mayor eficacia en la politización del hombre, el Estado de partidos se sirve de referencias importantes extraídas de los  totalitarismos que asolaron Europa. Utiliza las ideologías como herramientas de fragmentación y de control social, propiciando la destrucción de la sociedad civil. Y, para ello, las deforma o las pervierte para acomodarlas al discurso del momento. Una sofistería capaz de transformar la conducta y anular el pensamiento. La identificación total y absoluta, prácticamente religiosa, con el mensaje del almuédano de turno se hace imprescindible, no se admiten dudas ni pensamientos que puedan llegar a ser contrarios al catecismo ideológico del partido. Hay que acatar el dogma, llegando al absurdo de no leer a tal o cual autor de prestigio porque lo identifican con el oponente, o ¿debería decir enemigo?

El viejo y macabro grito de «vivan las caenas» se vuelve a oír. Cada facción del Estado entona junto a sus correligionarios el mantra correspondiente con el que alcanzar el satori colectivo liberador de sus mentes, que, oferentes, son recibidas por el líder en la sagrada ceremonia del voto.

Nadie duda hoy del triunfo del principio de orquestación de la propaganda nazi. La máquina que con tanta precisión nos hace llegar el mensaje, en la manera que lo queremos escuchar para aprenderlo y repetirlo:

La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incansablemente, presentarlas una y otra vez desde diferentes perspectivas, pero siempre convergiendo sobre el mismo concepto. Sin fisuras ni dudas.

A la manera del Parlamento fascista de Mussolini, donde estaban representadas las diferentes corporaciones estatales, el Parlamento en el Estado de partidos se conforma de manera semejante, pues comparte su misma naturaleza estatal y lo que fueron las corporaciones con un único partido en el Estado devino en partidos políticos estatales.

Las corporaciones actuales compiten por la mayor tajada posible en el reparto del botín del Estado. Los intereses que dicen representar distan mucho del «interés particular convertido en razón política» que defendía Hobbes, pues los primeros se desarrollan dentro del Estado y los segundos debían hacerlo en el seno de la sociedad civil.

Pero las analogías no terminan aquí. La obediencia del diputado al jefe de su corporación es absoluta en ambos casos, soslayando, si es necesario —cosa bastante común—, las promesas hechas en campaña electoral. Otra curiosa y terrible analogía es la capacidad legisladora del Gobierno. «Hemos venido a legislar» declaró una señora ministro, lo que nos lleva a preguntarnos por la facultad legislativa de la Cámara. Si ésta no legisla porque lo hace el Gobierno, ¿para qué sirve? ¿Está el poder legislativo secuestrado por el poder ejecutivo? La respuesta a la primera cuestión es evidente: para refrendar el pacto que  sellará el quid pro quo del reparto «apoyo tu ley y tú me metes un juez afín en el Consejo, por ejemplo».

Es en la respuesta a la segunda cuestión donde podemos apreciar la imagen trucada, el reflejo valleinclanesco de espejos cóncavos y convexos de la pseudodemocracia de partidos, el esperpento de la representación política. En esa broma de mal gusto que definen como sede de la soberanía nacional.

Por supuesto que la cámara legislativa es rehén del ejecutivo, porque no existe ni un solo ciudadano representado, porque las corporaciones partidistas representan exclusivamente sus intereses —que raza vez coinciden con el verdadero interés ciudadano—, porque no existe responsabilidad ninguna del elegido ante el elector, porque la representación es ideológica sin punto de conexión social. El mal llamado elector se siente religado sentimentalmente. Por eso también es la sede del engaño y la mentira política, porque es ahí «donde se abandonan los ideales y se abrazan los cargos», en palabras de Antonio García-Trevijano. Una vez que el reparto se consuma, se consuma también el secuestro. El presidente del Gobierno encarna en su persona los dos poderes y en muchos casos los tres. Él es el verdadero soberano. Gobierna, legisla y juzga.

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