Cómo los ministerios y las agencias de acreditación impiden la enseñanza libre y la libertad de cátedra

Otro año más (2022), la clasificación mundial de universidades QS sitúa a las españolas por debajo de los 100 primeros puestos. La primera facultad española es la Universidad de Barcelona (puesto 165), ocupando la Universidad Autónoma de Madrid (puesto 207) y la Universidad Autónoma de Barcelona (puesto 209), el segundo y el tercer lugar, respectivamente.

Este ranking es liderado por las facultades de Estados Unidos de América y de Reino Unido, añadiendo a sus primeras clasificaciones claustros en Canadá, Australia y las grandes capitales europeas y del resto del mundo: Zúrich, Singapur, Beijing, Kuala Lumpur, Taipei, Hong Kong, Tokio, Kyoto, Seúl, París, Múnich, Ámsterdam, Buenos Aires, Moscú, Copenhague, Leuven, Estocolmo… ninguna universidad española entre las ciento cincuenta primeras. El español, segundo idioma más hablado del mundo, ausente, pues la universidad española sólo convence a sus domésticos nepotes y a sus aberrantes departamentos mercantilizados.

La libertad depende en parte de la educación, educación para la libertad mental, contribuyendo a que niños y adultos piensen por sí mismos y vean lo esencial de un problema, ayudándoles a comprender conceptos, no simplemente a memorizar hechos. La educación en España, derecho fundamental, somete a los estudiantes a aquello a lo que menos comprenden. Memorizan lo que no entienden. Se perjudica a los jóvenes más brillantes.

Pedro Manuel González señala acertadamente: «La mera existencia de un Ministerio de Justicia estrangula la independencia judicial». Paralelamente, la presencia de un Ministerio de Universidades y una agencia dependiente del Gobierno de turno (ANECA) obstruyen la enseñanza libre y las cátedras independientes. El sistema de acreditación mediante una agencia gubernamental es un «disparate totalitario» (Andrés de la Oliva Santos, 2003) que funciona como una agencia de colocación de empleo público estatal.

Judicatura, universidad, medios de comunicación, todos son un eslabón más de la cadena de transmisión del poder político. Algunos catedráticos, funcionarios públicos adormecidos, propagan las ideas dominantes en el mercado del consenso cultural, olvidan su vocación agobiados por el asfixiante peso del Estado de partidos, premiados con un sueldo vitalicio y desmotivados por el desprecio a la investigación, divulgan aquello que le conviene al poder. Son puros intermediarios de éste, agentes de difusión, pregoneros de ideologías conformistas entre sus pupilos. Al igual que los medios de comunicación, son «filtros casi automáticos que solo dejan pasar las ideas y valores que legitiman el sistema de poder» (Antonio García-Trevijano, 1994).

La selección del profesorado se realiza mediante un procedimiento opaco y que atenta contra los principios de transparencia y publicidad. «El método de selección y promoción del profesorado ha ido a la deriva hasta extremos inconcebibles» (Francisco García Olmedo, 2013). La acreditación de profesores es ejercida por una agencia gubernamental a la que le falta imparcialidad. «El sistema actual de acreditación controlado por la ANECA es un menosprecio al saber y a los aspirantes. Es una clara negación de aplicar la Ciencia» (Alfonso Serrano Gómez, 2015; 2021). La entrada en vigor de la Ley Orgánica 2/2023, de 22 de marzo, del Sistema Universitario, contra la que ya se han alzado voces críticas entre los diferentes sectores, varios rectores incluidos, no parece que vaya a corregir la dinámica de que cuenten más los méritos políticos que los académicos. Se selecciona al personal docente por afinidades de partido. La ANECA, «cáncer de la universidad española» (Jerónimo Molina Cano, 2023), es una agencia de evaluación dependiente del Gobierno de turno, que con esta nueva ley puede ser sustituida por una agencia autonómica, también dependiente del poder político, que acredite al personal docente, pero siempre bajo el vértice común superior de la ANECA (ver los artículos 69 y 85 de la LOSU).

El filósofo y pedagogo John Dewey afirmaba que «para que la democracia pueda ser el objetivo de la educación debe ser también el medio» (1916). Como es lógico, en una oligarquía de partidos como la española, la educación es una herramienta política más para adoctrinar, no hay enseñanza ni instrucción, la universidad ya no es una institución de pensamiento, sino una fábrica de expedición de títulos donde se estudian opiniones y cuestiones morales infladas de ideología que no vienen al caso. La información impartida en clase, salvo honrosas excepciones, posee una base fundamentalmente política, formulaciones ideológicas carentes de espíritu crítico, propias de una cultura dominada por la demagogia de la igualdad y del consenso. La asimilación ha de ser pasiva y vegetativa, sin posibilidad de objeción. Los profesores se buscan la gloria en el Estado, empobreciendo culturalmente al individuo, «uniéndose al poder político en una vasta empresa de dominación cultural a través de la ignorancia» (Antonio García-Trevijano, 2007).

El control que ejerce la universidad llega a muchos ciudadanos (cursos formativos, divulgación científica, artículos periodísticos, redes sociales, libros de texto…), así, esparcen la simiente del consenso medieval del Estado de partidos. Programan en las psiques opiniones irreflexivas sobre asuntos menores, simulando que estimulan la libertad de pensamiento, mientras silencian espontáneos debates. Es lugar donde se cumple a rajatabla la fórmula Hannah Arendt: «pensar se vuelve peligroso». No hay reflexión genuina ni acciones inteligentes.

El igualitarismo académico arrumba la igualdad intelectual. La educación universal deroga el esfuerzo y el talento, suprimiendo la jerarquía y la competencia entre estudiantes. Ni hay alumnos brillantes ni mediocres, todos son iguales. No hay competitividad ni fines sublimes en la educación superior, solamente un medio burocrático para obtener un diploma. La democratización de los títulos universitarios convierte las carreras en meros trámites de autoescuela. El odio de la idiotez a la inteligencia y la demagogia de la igualdad rebajan el nivel de exigencia. El comunismo intelectual produce un proceso de alienación que niega la individualidad e integra al individuo en una comunidad de iguales. La universidad sigue su declive, ya que la lucidez solo puede igualarse reduciéndola a la mínima expresión. La demagogia modernista de la igualdad, iguala implícitamente a todos los alumnos, aunque impone una fuerte separación entre profesores y alumnos.

El sistema de corrupción y omertà generalizadas ya es reconocido, pero como ocurre en las sociedades de consumo y de consenso, unos se corrompen y otros miran para otro lado. Los textos académicos están cada vez más imbuidos de corporativismo. El profesor que es honesto obra el milagro masoquista de no imponer la compra de su libro a los alumnos. Los equipos docentes que no tienen reproches morales hacen caja vendiendo monografías defectuosas a los estudiantes, los cuales necesitan ese material para superar las asignaturas impartidas. Profesores marxistas de bolsillos profundos y cuentas bancarias con elevadas cifras, que incrementan sus fortunas a costa de meter con calzador a toda una legión de alumnos recién matriculados un texto con infinitud de erratas. Los autores de estos manuales reclaman para sí respeto social y admiración cultural, por el material que sólo sus colegas fingen entender y que el alumno, según ellos, no tiene capacidad de interpretar. Se justifican en que es un material de referencia, pero está repleto de errores garrafales y faltas de ortografía, disimuladas con verborrágica ampulosidad. Cuanto más ininteligible, más erudito. La maravillosa habilidad del escritor consiste en que nadie lo comprenda. Un desagradable negocio en el que solo saben citarse a sí mismos y ni siquiera se molestan en pasar el corrector ortográfico, puesto que en el país de Babia la universidad se convierte en refugio de funcionarios dormidos y anticuados. Daniel Grasso y Rafael Méndez nos cuentan más sobre este negocio fraudulento en el artículo de 2018 al que pueden ustedes acceder haciendo clic sobre este enlace.

En este desierto intelectual endogámico y corrupto, los profesores saben que es muy poco probable que se les pida responsabilidad por sus posibles actuaciones irregulares, estos empleados no vocacionados dejan de dar un servicio público y se sirven de lo público, cometiendo todo tipo de arbitrariedades. Ahora bien; para hacer una reclamación, el nihilismo académico exige rellenar el formulario concreto en un impertinente plazo reducido, la comunicación entre el alumno y el docente es harto difícil, marcando claramente la jerarquía entre unos y otros, con los que no cuentan, salvo cuando hay elecciones a rector, en las que las bandejas de entrada del correo electrónico del alumnado y las paredes de las facultades se llenan de propaganda y de promesas vacías, pues «nadie promete más que el que sabe que no va a cumplir» (Francisco de Quevedo).

Todos estos temas han sido tratados y criticados por multitud de profesores, prensa y alumnos, pero no se investigan las causas que lo originan. La queja, salvo excepciones, es siempre contra la consecuencia. Mientras en España no exista democracia, los gobiernos de turno, a través de sus ministerios y sus agencias de acreditación (que fungen como agencias de colocación), seguirán controlando a los claustros universitarios, utilizando a los profesores como ejecutores del poder político y voceros de la propaganda del régimen, obstaculizando la conquista de la libertad política colectiva y de la democracia formal.

Este fracasado sistema desprestigia los espacios universitarios. Sin democracia el poder no tiene control, pero éste controla los departamentos universitarios. El Gobierno de turno puede impedir que gigantes como Félix Ovejero o Antonio Escohotado obtengan sus títulos de catedráticos, a la vez que puede dar plaza a los mejores relaciones públicas del Estado (los ingenieros sociales se trasladan del Centro de Investigaciones Sociológicas al departamento de sociología, y viceversa). Lo que es invariable es la ausencia de recursos por parte de los afectados, tanto alumnos como profesores. No hay cauce racional para poner límites, conforme a la libertad y a la democracia, a los abusos cometidos por funcionarios sin escrúpulos. Si la universidad es el alma mater intelectual y los alumnos el futuro cultural de un país, éstos deberían tener voz y voto en las cuestiones que les afectan, y no ser tratados como masa inculta, parafraseando a Proudhon, «el pueblo siempre tiene razón, salvo cuando piensa». Lo mismo ocurre con el alumnado.

El profesor decente y con escrúpulos tendría que desarrollar su carrera como docente sin el control ni la presión de los hombres del Estado, sin que cuelgue sobre él la espada de Damocles de una agencia gubernamental, compuesta por funcionarios domesticados, que decidirá si promociona o no. La libertad de cátedra sólo se ejerce de arriba abajo, pero no al revés. Este sueño sólo puede cumplirse suprimiendo estas absurdas agencias de control que constriñen y arrinconan la autonomía del docente. La solución pasa por una democracia formal que limite e impida el abuso y la corrupción del poder del Estado, donde se interpreten las necesidades de la sociedad civil, y los afanes de poder no medren siendo instrumentos conservadores del statu quo. Todo esto, como colofón, arrinconaría la ineficiencia administrativa y el empobrecimiento cultural propios de los Estados de partidos.

2 COMENTARIOS

  1. Magistral exposición sobre la calidad de nuestras universidades, las cuales dejan mucho que desear de cara a una globalización donde lo nuestro pasa totalmente desapercibido, por no decir ignorado, pisoteado, odiado u otros adjetivos igualmente descriptivos y calificativos.

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