Terremoto en Italia (foto: El_Enigma) En Lisboa, el 1 de noviembre de 1755, un terremoto ocasionó la muerte de 50.000 personas y la apertura de una polémica filosófica acerca de la teodicea. ¿Cómo un Dios infinitamente bueno podía tolerar la presencia del mal en el mundo y permitir que semejante catástrofe sumiera en la desgracia a tantos inocentes? Al vitriolo que derramó Voltaire sobre el “mejor de los mundos posibles”, Rousseau antepuso su “Carta sobre la Providencia”, en la que distinguía el mal natural, ante el cual, al ser inevitable o consustancial a la vida, sobraban los aspavientos de escándalo, y el mal moral, que es el que nos debe preocupar: en esa ciudad las casas estaban mal construidas y había un excesivo agrupamiento humano. Resulta gratuito achacar al azar de la Naturaleza la culposa imprevisión humana.   A pesar de la advertencia de un sismólogo sobre lo que estaba a punto de suceder en el centro de Italia, los expertos han indicado que los seísmos no se pueden prever y que por tanto, no deja de ser una mera coincidencia el que se cumpliese dicho vaticinio, tomado por una incitación al pánico colectivo. Pero, allí, donde los políticos –esa casta partidocrática- son tan irresponsables como aquí, lo que debería causar una gran indignación es que en un país donde se han producido varios terremotos todavía no se hayan tomado las precauciones necesarias, (con respecto a la estructura de los edificios, por ejemplo), tal como denuncia Enzo Boschi, director del Instituto Nacional de Geofísica.   En el siglo XX se produce un cambio de agujas histórico, en el que ya no son demiurgos ni fuerzas naturales, sino los propios hombres los que están destinados a ser los responsables de la extinción o la supervivencia de su especie. La imperante racionalidad tecnológica en un mundo hiperindustrializado y en unas sociedades que consumen vorazmente, ha creado una civilización a la que amenazan peligros demasiado grandes. La necesidad de contar con numerosas centrales nucleares para sostener la economía mundial por un lado, y para hacer frente al cambio climático (y que los desastres naturales no sean efectos del sistema productivo y del modo de vida moderno), hará que inspiren terror los accidentes, los atentados, o las negligencias que puedan desencadenar una catástrofe.

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