Día tras día, la prensa publica noticias políticas que dejarían estupefacto a cualquier paisano, a modo de políticos actuando cual Candilejas, ya sea en asuntos internos al país o internacionales.

Desgraciadamente, muchos españoles han hecho callo (después de tantas décadas), a las constantes incongruencias y disparates de su casta, al punto de ignorarlas o darlas como naturales a una «democracia».

Esta desafección permite a los políticos hacer los mayores disparates, pero a su vez idiotiza a buena parte de la población en su respuesta refleja del decoro de sus gobernantes.

«¡Ni Flick, ni Flock!» «Miembros y miembras». «¡Viva Honduras!» «España va bien». «Brotes verdes». «Hilillos de plastilina». «Lo siento mucho, no volverá a ocurrir»… Hasta el punto en que los gobernantes son unas personas cercanas y sencillas, y los periodistas puedan tratarlos llanamente.

Pero eso no cambia un ápice la relación entre gobernantes y gobernados, y la sociedad civil española no puede articularse como un interlocutor válido en política, no solo como grupo de presión, sino ya en cuestiones más profundas como el establecimiento de una sociedad política intermedia.

Cuando la sociedad civil acepta la imposición de la oligogracia en la transición como forma política, acepta el mito de la concordia como hecho fundante de la democracia, olvidando que habrá concordia mientras haya posibilidad de reparto. Por tanto, como consecuencia de aceptar la imposición de «la Constitución», la sociedad civil queda anulada en la política y los oligarcas se establecen en nación política.

Sin embargo, la hegemonía del campechanismo queda desbordada en la esfera internacional. Ahí, los políticos españoles carecen de protagonismo, y si lo buscan, normalmente es para quedar en ridículo.

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