Según la portavoz del PSOE, doña Esther Peña, existe «un objetivo muy claro» en las actividades instructoras del Juzgado de Instrucción número 1 de Barcelona, que sigue el llamado «caso Volhov», en el que estarían implicados políticos nacionalistas, que presuntamente coordinarían su actuación con Rusia como potencia exterior de apoyo.

La cúpula gubernamental se queja de una actividad judicial deliberada, que seguiría la estela de García-Castellón y su investigación entre otros al señor Puigdemont por diversos delitos, entre los que se encuentra el de terrorismo, dejándole así fuera de la amnistía, según la actual redacción de su propuesta de ley.

«Cada vez que el ejecutivo mueve ficha, un juez mueve ficha», ha llegado a decir, subrayando que los tiempos de la justicia «están empíricamente alineados» con el devenir de la tramitación de una ley que pretende blindar a los sediciosos.

Las quejas de la clase judicial no se han hecho esperar, sin ser conscientes de que lo más grave es que se reconozca la inanidad del legislativo y la existencia de un poder político único sólo dividido funcionalmente. Es el ejecutivo el que legisla.

Que los tiempos de la justicia los marca la política es un hecho natural en España, derivado de su relación de dependencia con ese mismo poder en su organización, gobierno y altos tribunales. Pero en sentido contrario al que ahora expresa el PSOE como ocurre con la judicialización de la política, horrorosamente denominada lawfare, que no es sino espejo de la politización de la justicia. Otra cosa es que, como ahora ocurra, los gobernantes se empeñen en ir sistemáticamente contra su propia legalidad.

Y es que nada indica ahora una actuación coordinada de la justicia contra la clase gobernante, sino que son excepcionales los casos de jueces que se mantienen en el fiel de la balanza de la justicia legal, sin importarles las consecuencias. No es casual que sean dos jueces de órganos unipersonales, uno de ellos de base como es un simple juzgado de instrucción, quienes dirijan las actuaciones que preocupan al gobierno.

La experiencia demuestra lo contrario. La actitud remisa de una justicia sometida políticamente a dictar resoluciones sobre asuntos que afecten a la clase política que les nombre durante los periodos electorales: la sentencia de los ERE de Andalucía solo se dictó tras las votaciones en esa Comunidad Autónoma. El levantamiento del secreto de las actuaciones, que afectaba a la señora Oltra en Valencia, sólo una semana después de los comicios. Y el ejemplo más sangrante, la resolución del Tribunal Constitucional sobre determinados artículos del Estatuto Catalán, que esperó al resultado de unas elecciones generales. 

En este último caso, baste recordar las declaraciones del que fuera presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo, don Carlos Dívar, señalando la inconveniencia del dictado de la sentencia del Tribunal Constitucional (TC), coincidentemente con la convocatoria electoral en dicha Comunidad Autónoma, por las «distorsiones» que ello conllevaría a dicho proceso de novación política.

Si en países con separación de poderes e independencia judicial, un humilde órgano jurisdiccional, alejado de los centros del poder, puede tumbar una orden presidencial, en la monarquía de los partidos la existencia de independencia personal de jueces sin independencia institucional se torna insoportable.

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