Es descorazonador comprobar cómo cuando el camino hacia la democracia ha sedimentado cuestiones esenciales en la acción, se desande lo recorrido para propugnar el atajo de la reforma o su colaboración con ésta. Esa es la causa de este artículo, que no pretende ser un numerus clausus de las razones en contra del reformismo sino solamente arrojar luz, por la vía de urgencia, al criterio de las personas que durante esta semana me han preguntado con insistencia por el mío propio.

Ni en la vida personal ni en la política dos medias verdades suman otra cosa que una mentira. Y de la misma manera que es indiscutible la oportunidad de apoyar las medidas que propongan los hombres de la situación que supongan objetivos parciales en la lucha por la libertad política, no menos cierto ni importante es subrayar que esa labor de zapa no la pueden protagonizar los netos defensores de la libertad política desde dentro del régimen. Es la diferencia entre la oportunidad y el oportunismo.

La coherencia entre los fines y los medios en la acción política es esencial. Es común oír que el fin justifica los medios, olvidándose del resto de la cita, que añade que tal cosa es sólo así cuando el fin resulta alcanzado.

Deslizarse por la pendiente de la confusión para llegar a la utopía es peor que el error intelectual, puesto que aquella desemboca en la frustración y el abandono de la acción como resaca del activismo. Como por ejemplo, proponer un partido formado por los defensores de la libertad política que no perciba fondos estatales y que coadyuve a la conquista de la democracia.

Tal ocurrencia supondría ponerse en desventaja práctica frente a quienes utilizan todos los resortes de la actual relación de poder, en tanto la corrupción es factor de gobierno y la subvención la gasolina con la que funciona la propaganda y crecimiento de los partidos estatales. En ellos sí hay coherencia. Como la que tenían Hitler y Mussolini al participar en las elecciones del Estado de partidos, ya que a ninguno les importaba la libertad.

La otra explicación sería todavía peor: habría que corromperse voluntariamente para luego volverse honrado una vez sumido en el piélago de la descomposición moral y política.

No existe mecanismo interno alguno que evite tal situación, tampoco en lo personal. No sirve de nada que el aspirante a político tenga los mismos ingresos que antes de entrar en tal bondadoso partido. Dado que los partidos se constituyen como órganos cuasi administrativos, los electos se configuran como una clase de funcionarios, y por ende, independientemente de su retribución, su designación resulta una suerte de plaza pública sin oposición, lo que de por sí supone un privilegio personal.

Eso sin contar con que los beneficios de la clase política de los partidos estatales no se reducen al sueldo, sino que el grueso de las prebendas y sinecuras se encuentran más allá del presupuesto, gracias a los contactos e influencias generados.

Por otro lado, ¿cómo cifrar el coste de la permanencia en la política traducido en la interrupción de la progresión de la carrera profesional o laboral? Es imposible. El político debe ser retribuido por su elector o se convierte en un funcionario del Estado por muchos límites que se le pongan.

Esta fatal arrogancia coincide con la forma de pensar de quienes no se explican por qué en una democracia el voto del menos preparado vale lo mismo que el del catedrático. Desconocen que la política es cuestión de fuerza social, no de cualidades personales ni intelectuales. De la misma forma que la fuerza de la corriente no se puede remontar con el mismo agua de su cauce, sólo desde fuera se puede cambiar el rumbo de lo político, en la relación entre gobernantes y gobernados.

Basta pues de exigir, ni de pedir. No hay nada que regenerar ni reformar. Hay que romper y no hay atajos.

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