“Libertad Constituyente” es una obra recomendable para cualquier repúblico que se precie, ya que en ella se hallan expuestos el pensamiento político de Antonio García-Trevijano y los principios fundamentales del MCRC. Todo aquello por lo que se lucha, que explica la perversidad intrínseca del estado de partidos, lo que es preciso hacer para corregirlas y las razones para arrimar el hombro en favor del cambio constituyen tema de este breve libro que se lee en menos de un fin de semana. Después de pasar por sus páginas, la situación se vuelve mucho más clara en lo relativo a conceptos de base susceptibles de inspirar compromiso y acción: libertad colectiva, separación de poderes y, sobre todo, la disfuncionalidad inevitable de un sistema basado no en la representación directa por distritos, sino en el pergeño discrecional de listas electorales por oscuros funcionarios de partido que, en última instancia, son los auténticos depositarios del poder. Aconsejo a los más ambiciosos, sin embargo, a acercarse a otra obra principal del Maestro: “Teoría Pura de la República” (El Buey Mudo, Madrid 2010). Aunque más denso y de no demasiado fácil lectura, merece la pena por sus valiosas aportaciones a la historia del derecho político, que algún día serán reconocidas en los términos que merecen. Hoy ese reconocimiento resulta impensable, por razones que no hace falta explicar. En el río revuelto de los últimos años del Posfranquismo, la Transición a la Democracia y el Régimen Constitucional de 1978 hasta hoy, la intelectualidad subvencionada de la nación española interpreta la historia desde la perspectiva del pez que coletea estólidamente dentro del agua, creyendo que aquello es toda la realidad que hay, incapaz de darse cuenta de que se halla en un torrente labrado por fuerzas geológicas de las que nada sabe, y que por encima de la superficie del cauce se extiende un cosmos inabarcable lleno de ciudades, árboles, cordilleras y aviones.
En tal aspecto se puede decir que, intrigando contra Antonio García-Trevijano, marginándole y frustrando todas sus empresa políticas mediante intrigas palaciegas, campañas de prensa, falsas acusaciones de sedición, implicación en procesos judiciales rocambolescos como el de Sogecable e incluso artículos de mal gusto publicados en medios digitales después de su muerte en febrero del año pasado, el Régimen del 78 le hizo un favor a Maverick. Hace falta ser un individualista radical, un Aussenseiter (como dicen los alemanes), para adquirir visión global de las cosas y apreciar perspectivas a largo plazo. Y de este modo nos remontamos a la Revolución Francesa, objeto de un amplio tratamiento en los primeros capítulos de “Teoría Pura de la República”. No por casualidad, puesto que de los aberrantes excesos de ese período y los mitos que se fabricaron con posterioridad a la toma de la Bastilla derivan, por tradición intelectual y escuela de aventureros políticos, gran parte de los planteamientos viciosos de esa estructura de poder a la que denominamos Estado de Partidos. Antes de seguir, conviene que se diga que el bulldozer de la partitocracia no solo ha terraplanado los antaño floridos campos del pensamiento político español. Desde hace más de dos siglos también hace estragos en casi todos los países del mundo.
Según García-Trevijano, durante la Era Moderna hubo cuatro grandes revoluciones: la británica de 1688, la estadounidense de 1776, la francesa en 1789 y la rusa de 1917. Las dos primeras fueron un éxito colosal, y dieron lugar a sistemas políticos y estructuras de gobierno que llevan siglos funcionando de manera estable y con plena capacidad para adaptarse a los cambios económicos y sociales de las últimas centurias. Las otras dos revoluciones, por el contrario, se saldaron con rotundos fracasos y desembocaron en pesadillas totalitarias que aun hoy día se ven replicadas en numerosos conatos de hacer que funcionen regímenes basados en utopías colectivistas. Mientras el parlamentarismo y la democracia de masas prosperaban en Inglaterra y Estados Unidos, el Viejo Mundo, primero, y después sus antiguas posesiones coloniales, se convirtieron en laboratorio de todo tipo de experimentos históricos abocados al fracaso: el Imperio Napoleónico, el Comunismo de Guerra de Lenin, los regímenes totalitarios de Stalin y Hitler, las cleptocracias africanas y árabes, el holocausto del Khmer Rojo en Camboya y las revoluciones bananeras de Cuba, Bolivia, Venezuela y otras naciones latinoamericanas.
Comprensiblemente mucho intelectual de izquierdas, tras haber invertido tanta ilusión y tiempo de vida en glorificar hitos que posteriormente se revelaron como un montón de basura, como la toma del poder por los Soviets o la Revolución Cubana, no se sentirá muy motivado para abordar el problema de por qué en unos casos todo sale bien y en los restantes todo es un desastre. Pero un maverick que vive al margen del sistema y no cobra ni un céntimo de él está en mejores condiciones para explicar el fenómeno. He aquí, en resumen y convenientemente vulgarizada, la opinión de Antonio García-Trevijano. Las dos revoluciones del mundo anglosajón triunfaron porque supieron definir con acierto los bienes jurídicos en juego: los derechos del individuo y relaciones con el poder. Tanto el levantamiento inglés de 1688 como la Declaración de Independencia de 1776 las hicieron paisanos corrientes como usted y como yo, con nombres, apellidos y una profesión de las llamadas liberales. Su conflicto era tan simple que se puede explicar incluso sin terminología jurídica de ningún tipo: unos reyes felones les querían cobrar impuestos sin explicarles para qué ni preguntarles su opinión al respecto. Y eso llevó a un alzamiento popular y la formación de un nuevo sistema de gobierno basado en los derechos del individuo.
La Revolución Francesa –y no digamos la soviética- fueron otra cosa. Aunque en el fondo se trataba del mismo problema, la identificación del protagonista principal varió, con resultados nefastos hasta el día de hoy. Quienes se levantaban no era el agricultor, ni el artesano, ni el médico de provincias, sino entes colectivos y difusos, inventados por los intelectuales de aquel tiempo, como la “Nación”, el pueblo, las clases obreras o vaya usted a saber. Y como estos personajes corales no tenían voz, hubo que ponérsela por mediación de líderes y camarillas que aprovecharon la ocasión para erigirse en sus representantes. Así es como nació el Estado de Partidos, replicado hasta hoy en innumerables variantes sobre este mismo tema de la representatividad usurpada y justificada por planteamientos ideológicos de los más variados pelajes, desde el comunismo primitivo de los sans-culottes hasta la teoría del Estado de Lenin, la socialdemocracia o el actual régimen español del 78, basado en una monarquía instituida por Franco (o restaurada por él, según prefieran algunos repúblicos mal avenidos con la semántica).
Esta es la causa de que aquellas dos grandes revoluciones de signo progresista y colectivista de 1789 y 1917, que aun se incluyen con hipócrita reverencia en los programas de Selectividad para las carreras de Humanidades, terminasen como el Rosario de la Aurora. También es la razón de que los pueblos anglosajones –Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda- hayan podido responder con eficacia a los desafíos de la historia, con todas las ventajas que proporciona el disponer de poderes independientes y una estabilidad institucional a prueba de bomba. No solo fueron vencedores incontestables de las dos guerras mundiales. Aun continúan en la vanguardia tecnológica (no olvidemos que Internet es un fenómeno estadounidense) y dominan el mundo actual gracias a su pujanza económica, su cultura de masas y su cine, su infame red Echelon, sus finanzas y sus alianzas militares. Por el contrario, algunas naciones industrializadas de Europa como Francia, Alemania o la misma Rusia, aunque de vez en cuando hacen una buena película, todavía andan ocupadas en labores de desescombro legadas por los conflictos bélicos del siglo XX y los pasivos tóxicos de sus propios sistemas políticos.
Clave constante en la persistencia de todos estos problemas, esta esclerosis y esta incapacidad estructural, que amenaza extenderse a las potencias emergentes del nuevo orden mundial multipolar, como China, la India o el Brasil, es el predominio del sistema de partidos. Y mucho peor, la existencia de grandes masas de analfabetos funcionales, surgidas de esa fábrica de parados y zombies políticamente correctos en que han terminado por convertirse las modernas instituciones universitarias, dispuestos a seguir dando vueltas a la noria para que las élites del Establishment tengan agua corriente en su piscina. Constituye un mérito considerable de Antonio García-Trevijano el haber arrojado luz sobre esta cuestión a través de sus últimos escritos.

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