Si tuviera que elegir una sola perspectiva desde la que contemplar la aventura del pensamiento en la civilización occidental, la situaría en el eje de la polaridad que enfrenta a los individuos entre sí y con la Nación estatal. Pues la historia de los acontecimientos gira en torno a este conflicto, y la historia de las ideas se ha centrado nuclearmente en los modos de resolverlo. Esos modos, cuando fueron asimilados por una parte significativa de las colectividades nacionales, se convirtieron en las concepciones del mundo llamadas ideologías.

En las pequeñas comunidades primitivas no existía la polaridad causante del conflicto. Sus miembros, siendo individuos orgánicos, no podían tener conciencia de su singularidad. Pensaban y obraban en función del grupo. La tensión aparece cuando la insuficiencia de recursos alimenticios determinó la división, en mitades, de las comunidades trashumantes, si pasaban de 200 miembros, aproximadamente. Una mitosis social análoga a la celular, e incluso a la que parece producirse en la fisión atómica, según la teoría física de cuerdas. Y la tensión latente se convirtió en conflicto declarado, cuando la suficiencia de recursos despertó la creencia de que el bienestar del individuo no tenía por qué coincidir con el de la comunidad.

Esta creencia se exacerbó en la mentalidad optimista de los emigrantes que colonizaban las fértiles praderas norteamericanas. Lo que extrañó a Tocqueville fue que allí se estaba desarrollando un individualismo posesivo a la par que la igualdad social. La Gran Depresión elevó a la Presidencia de EEUU a Hoover, que hizo la apología del “individualismo puro”, base de la atomista ideología liberal, mientras que en Alemania la holista ideología del “nacionalismo total”, creó a Hitler. Basta recordar estos hechos elementales para comprender que la sabiduría política requiere un profundo conocimiento de la polaridad individuo-nación. El pensamiento occidental no la podía entender porque redujo el individuo a una sola de sus dimensiones, la de su singularidad, sin considerar la primaria, que es su indivisibilidad nativa.

El individuo, sustancia indivisible, fue la base de su unión hipostática en la persona. Cicerón le dio sentido enigmático al hablar de individuos frente a “dividuos”, sin explicarlo. Jacob Burckhardt, autor de la voz Renacimiento, vio en él “el impulso hacia el supremo desarrollo individual”, sin percibir que el individuo medieval, de donde venía el renacentista, aún imponía un sentido individuacional a la vida dependiente del Creador.

Leibniz, el pensador que más atención prestó al tema, analizó el principio de individuación como si fuera el de individualización. Y toda la filosofia posterior, incluso la de Kant, no pudo salir de esa confusión. La ideología liberal ha pagado, con el precio de su fracaso político, la concepción de la sociedad en términos exclusivamente individuales, al tomar el modelo de hombre económico como arquetipo del hombre político. Los creadores del individualismo metodológico (Popper, Isaiah Berlin) pretenden ser científicos y, sin embargo, no pueden explicar por qué en la sociedad, que es anterior al individuo, hay comportamientos sociales que no están en las conductas individuales.

La libertad política, diferente de las libertades personales, sería utópica si la antropología hubiera demostrado que los rasgos orgánicos del antiguo individuo, indivisible e integrado en su especie grupal dividua, han desaparecido por completo en el individuo singular y egotísta del mundo moderno, que proyecta su indivisibilidad hasta la globalización individua de la economía mundial. El altruismo, que sería absurdo en el campo económico, nuclea la familia, la vecindad, la amistad y el patriotismo. La afirmación de que todos los comportamientos sociales se explican por los individuales seria, como dijo Durkheim, el primer paso hacia la negación de la comprensión sociológica. La libertad colectiva, difícil de idear por seres totalmente individualizados, aparece en la evolución de la especie como necesidad vital de las personas individuacionales, que conservan el instinto de lealtad genética a la humanidad que las produce. Solo Hegel, al analizar el individuo desde el punto de vista de la posibilidad de su individualización, consideró al hombre meramente particular como un ente incompleto, que no llega a ser universal.

Me propongo desembrollar este “espinosísimo” asunto partiendo de seis postulados, que trataré de definir sintéticamente al modo geométrico de Spinoza.

1. Si los idiomas indoeuropeos han expresado, con vocablos distintos, las ideas de “individuar” y de “individualizar”, será porque, desde su origen, sintieron la necesidad de distinguir entre la acción de hacer, de lo dividuo, algo indivisible, y la acción de hacer, de lo individuo, algo particular o singular; entre la acción de producir seres de igual naturaleza, y la acción de dotarlos de predicados diferentes; entre la acción de multiplicar el número de seres sustancialmente indiscernibles, y la acción de discernirlos por sus accidentes singulares.

2. La especie humana es divisible. Puede imaginarse su exterminio casi total, y el residuo seguiría siendo no una especie distinta, sino “la” especie humana. Como todas las especies, la nuestra procura sobrevivir, mientras dure la Naturaleza que la hizo nacer y crecer, con la multiplicación indefinida de seres indivisos que la mantengan viva.

3. La inmortalidad relativa de la especie humana requería la producción incesante de seres mortales que la individuaran. Esta operación evolutiva precisaba de un código genético que transmitiera a todos los seres indivisos un mismo instinto de lealtad orgánica a su especie. La inmortalidad de la especie resultaría, así, de la mortalidad de sus individuos.

4. Los factores de la evolución no actúan sobre la especie, sino en los individuos. Pero la “unidad de evolución” no está en el individuo singular, sino en el binomio heterosexual que lo crea. Mientras que haya una pareja reproductora, habrá especie. Los mitos diluvianos definieron esta necesidad en el reino animal. El principio de individuación humana opera en el cigoto. Mientras que el de individualización actúa en el individuo inmerso en su entorno cultural. La pareja dividua produce individuos. La sociedad, personas individualizadas.

5. La adaptación a cada nicho ecológico y cultural ocasionó el desigual desarrollo individual, a costa de la amortiguación gradual del instinto individuante de lo colectivo. Instinto universal que la especie trata de perpetuar mediante un mecanismo asombroso: para crear individuos, la pareja dividua se hace la ilusión carnal de que ella misma se individua para siempre en el amor reproductivo.

6. Lo individual creó los derechos de la persona, la riqueza y pobreza de las naciones en el mercado de los átomos económicos, la ideología liberal y el anarquismo. Lo colectivo segregó la ideología nacionalista, la socialista y la comunista. Individualistas y colectivistas no han visto la necesidad de mantener el equilibrio, en la polaridad que los enfrenta, al ignorar las funciones mediadoras que realiza el universal principio de individuación.

A lo largo de la historia cultural, distintas ideas filosóficas quisieron identificar el factor individuante de la especie humana, cuando la ciencia biológica no había nacido. El pensamiento griego lo encontró en uno de los dos componentes de la sustancia individual. Pero la materia, al ser una potencia no conocible sin el concurso de la forma específica, solo distingue clases genéricas de individuos, a un hombre de un árbol. Y la forma humana no distingue a Pedro de Pablo. De ahí que el pensamiento medieval creyera que el principio de individuación no se podía demostrar, sino solo mostrar con la existencia de cosas singulares (Duns Escoto), puesto que se suponía que la propia entidad individual era el factor individuante. Tomas de Aquino, como policía de Dios, lo buscó y encontró en las “notas individuantes”, o sea, en lo que se hace constar en partidas de nacimiento y documentos nacionales de identidad. Estas ideas escolásticas, filtradas por el tamiz de Suárez, llegaron a Leibniz. Quien, sin acudir a su propia concepción monádica del mundo, no salió del escotismo ni del aquinismo, al fundar la individuación en la entidad individual o, en clara contradicción, en los factores de lugar y tiempo, como haría después Kant al situarla, fuera de la cosa, en esas categorías. Lo moderno no se distinguió de lo medieval. Y ahí continuamos.

El descubrimiento de que los procesos de individuación y de individualización se diferencian y complementan en la evolución de las especies, trastorna los presupuestos que hasta ahora han condicionado las ideas políticas sobre la relación del individuo con la sociedad, y la de ésta con el Estado. Pero eso no implica que la ciencia política pueda o deba ser un calco de la ciencia natural, como pretendieron los defensores del darwinismo social, de la “física social” y de la “ética evolucionista”. La libertad actuante en el proceso de la individualización de la persona, orientado por la cultura, no puede ser explicada con el proceso de individuación, determinado por la genética. Donde hay determinismo no puede haber libertad.

La lucha de clases sociales no está basada en la lucha por la supervivencia de la más apta, ni el nacionalismo lo está en la superioridad genética de una comunidad sobre otra. Pues la evolución natural no actúa sobre las clases o las naciones, sino exclusivamente en los individuos singulares. Y cada vez es más patente, en las ciencias del comportamiento humano, que el entorno cultural es tan decisivo como el código genético neuronal. Por lo que la política, como fenómeno colectivo, ni puede copiar simplemente las leyes naturales, ni tampoco ir contra ellas.

Sería muy largo ilustrar, con ejemplos históricos o ideológicos, la antinaturaleza política de considerar a las personas como átomos de la masa social. Bien para hacerlas iguales (socialismo), como si el principio de individualización no las hiciera forzosamente diferentes, o bien para mantenerlas en la diferenciación social (liberalismo), como si el principio de individuación no las hiciera sustancialmente iguales. El subterfugio de los derechos sociales y los derechos individuales no oculta la hipocresía congénita de la ideología socialdemócrata de los actuales partidos europeos, sean de la derecha o de la izquierda convencional, ni el primitivismo de la mitosis nacionalista ¡en tiempos de abundancia de recursos!

La aplicación del principio de individuación a la política, sobre la que ahora sólo actúa el de individualización, obliga a discernir la unidad irreductible de la acción colectiva que, como unidad de evolución cultural, constituye el fundamento del progreso.

Es evidente que esa unidad irreductible no puede ser la persona individual, como creyó la Revolución francesa. Ni tampoco los sofisticados partidos estatales, impuestos por las Constituciones europeas, como legado de los Estados totalitarios. Esa unidad elemental debe buscarse allí donde la acción de la libertad política puede despuntar, con posibilidad real de producir efectos en la configuración y funcionamiento del Estado. Por esa precisa razón, tal unidad no la puede constituir la representación municipal, familiar y sindical, que pretendieron eternizar las dictaduras ibéricas de la “democracia orgánica”.

Como ya saben los lectores de mi pensamiento político, esa unidad individuante de la acción política está concentrada, como el dividuo amor reproductivo de individuos, en la conjunción de las afinidades electivas de la comarca vecinal, en la mónada individuante de la “res publica”, es decir, en la mónada de cada distrito electoral. Nada social más pequeño puede ser operativo en la acción política de la libertad. Lo que es dividuo en la población de la comarca, engendra individuos-actores de la representación e integración de sus genitores civiles, que unen las mónadas individuales en una Asamblea Nacional.

El poder legislativo emerge así de la Sociedad política con un movimiento ascendente, que modera la energía descendente desprendida de la naturaleza coactiva del Estado. Mientras que en las mónadas electorales se elige un representante, con mandato imperativo susceptible de revocación, en la monada nacional se designa directamente la persona que ha de ocupar la jefatura del poder ejecutivo, para aplicar las leyes de la Asamblea y dirigir la Administración Pública.

La relación entre ambas Instituciones, la legislativa y la ejecutiva, se rigen por el principio de reciprocidad, según las reglas garantistas de la separación de poderes. Y la composición de la Asamblea, con mónadas divergentes o contrarias, la resuelve no solo el pluralismo interno de cada mónada, similar al de las demás, sino el hecho ontológico de que las mónadas no son solo realidades políticas posibles, sino realmente composibles.

El concepto de composibilidad se opone al de componibilidad. Solo son componibles las entidades previamente descompuestas o rotas. Las Restauraciones son vanos intentos de recomponer los restos de un pasado muerto, con el pegamento de palabras modernas, que traicionan las ideas que las pusieron de moda en el lenguaje de los nuevos tiempos. La Transición española hizo esta recomposición de la dictadura, de modo tan demagogo y chapucero, que ella misma se vio obligada a cubrir sus fallas y remiendos bajo el manto del consenso. Una idea tan primitiva que no solo niega la libertad política, sino la posibilidad de la política. La idea de República Federal en una sola nación, es otro ejemplo de componibilidad sin composibilidad. Una composición musical no es una componenda de sonidos.

Sólo las posibilidades son compatibles entre sí, en tanto que no sean realidades. Pero no todas las realidades son compatibles. Para serlo han de tener una naturaleza compositiva que les permita ser sometidas a leyes uniformes. Lo cual presupone que las realidades contrarias, no las contradictorias, estén en la misma relación de polaridad opositiva, como sucede en los campos magnéticos creados por el eje polar terráqueo.

El principio de polaridad afecta a todas las categorías humanas de contrariedad, oposición, complementariedad y tensión. Carlos Marx, pese a su descomunal talento, no quiso saber que la lucha de clases producía una dialéctica social que no escapaba del campo de influencia de la rotación de la humanidad, en torno a la polaridad libertad-servidumbre. Se olvidó de lo que él mismo creía: “los individuos solo constituyen una clase si sostienen una lucha común contra otra clase” (Ideología alemana). Una idea condicional que hace imposible el determinismo histórico y la dialéctica material, como factores ineludibles del progreso hacia una sociedad sin clases o de una sola clase.

Al resolver el problema de la libertad política, la República Constitucional es la brújula indicativa del campo magnético donde se pueden superar los conflictos sociales. Pues en ella se unen, de modo natural, la lealtad del principio individuante de la sociedad, con la verdad-libertad del principio individualizante de la persona. La teoría de la República Constitucional es la teoría del continente invariante en la polaridad de los conflictos sociales.

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